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Los golpes del encierro

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POR Rafaela Lahore |

En el Centro Metropolitano Norte del Sename, una docena de jóvenes infractores se rehabilita aprendiendo a boxear. Su profesor los entiende mejor que nadie: él también creció en el Sename.

Golpear el aire. Fuerte. Una, dos, tres veces. Mantener los codos pegados al cuerpo, el puño cerrado, la mirada fija adelante. Golpear cuatro, cinco veces. Los trece adolescentes, uno al lado del otro, golpean duro, al aire. A su costado, Andrés Valenzuela, el entrenador, les marca el ritmo con el silbato.

Es un jueves de marzo y el sol de la mañana resplandece afuera. Adentro, en el gimnasio del Centro Metropolitano Norte del Sename, en Tiltil, 13 jóvenes que cumplen condenas —la mayoría por robo— participan de un taller de boxeo. La idea fue del boxeador Cristóbal Yessen, de 34 años y campeón de la Organización de Boxeo del Atlántico, quien cree que allí, en ese lugar impensado, puede encontrar a su sucesor.

—Me queda poco tiempo para seguir boxeando profesionalmente y quiero encontrar un talento en los niños del Sename. Quiero sacar un campeón y auspiciarlo como se debe —dice.

Ahora, Yessen —un hombre bajo, compacto— mira la clase desde un costado. A veces se acerca a los jóvenes y prueba darles un golpe a la altura de su cabeza. Ellos agachan el cuerpo, lo esquivan de un solo movimiento. Lleva una polera ajustada de Superman, un pantalón negro y sobre el pelo oscuro, un gorro Nike. Es callado, y deja que Valenzuela dirija la clase. Es serio, pero de repente, sonríe.

En este centro, al que va todas las semanas, viven casi 200 jóvenes, la mayor parte de los condenados de la Región Metropolitana. A veces la convivencia entre ellos se vuelve difícil, y las peleas, que suelen ser explosivas, salvajes, dejan heridos también entre los funcionarios. El 23 de noviembre de 2013, la tragedia llegó a sus peores límites: durante la mañana, Daniel Ballesteros, de 18 años, fue asesinado en su cuarto. Recibió una estocada por cada año que había vivido. A los responsables, los derivaron a otros centros. En 2017 el clima en el centro no había mejorado: los funcionarios, para pedir más seguridad, hicieron una huelga, luego de que una riña dejara 10 lesionados. 

Esta mañana, sin embargo, todo parece tranquilo. A Cristóbal Yessen lo acompaña su familia: Andrés Valenzuela, su primo y director técnico, y Claudio, su padre. Sin recibir un sueldo por ello, desde hace varios años han ido a centros del Sename en todo el país. En esas clases buscan, de alguna forma, rescatar a los jóvenes. Mostrarles que el deporte puede ser una salida. Para eso, cada jueves viajan 42 kilómetros hasta aquí, hasta un edificio bajo, grisáceo, custodiado por gendarmes.  

—Les enseñamos la forma correcta de ejecutar un golpe, pero no combinaciones para noquear o para hacer daño —dice Valenzuela—. Tampoco permitimos que entre ellos practiquen de forma irresponsable. Siempre les decimos que el otro es su compañero, no es un rival.

Foto y crédito: Cristóbal Yessen

El equipo de Cristóbal Yessen está convencido: el boxeo les da a estos jóvenes un incentivo para alimentarse mejor, para fumar menos. Además, a través de los golpes liberan su estrés y su rabia.

Ahora, los 13 adolescentes, vestidos con shorts y poleras deportivas, corren alrededor de la cancha. En un banco recostado contra la pared, Camilo, el más joven, los mira. Ha venido al taller, pero no participa, porque el día anterior le sacaron una muela. Tiene 18 años, pero su cara es la de un niño de ojos grandes. Es flaco, lleva zapatillas impecables y el pelo brillante. Por encima del ruido de las pisadas, cuenta:

—Ayer me dieron dos pinchazos. Cinco minutos después iba a hacerle una pregunta al doctor y me dijo “cállate”. Fue terrible mala onda. Creo que fue porque me vio esposado. Aquí te llevan con esposas en los pies y las manos, y los gendarmes van con pistolas. Eso hace que la gente te vea de otra manera.

En el suelo, el resto de sus compañeros, considerados como los jóvenes más peligrosos de Chile, hacen abdominales, exhalan fuerte. En sus caras sudorosas se nota su esfuerzo por levantarse una vez más. A intervalos, el silbato corto del entrenador atraviesa el gimnasio. De repente, se escucha un grito:

—¡Mantengan el ritmo!

***

A los siete meses, Cristóbal Yessen, futuro campeón de boxeo, fue abandonado. Lo internaron en un centro del Sename en Pudahuel. No le gusta, dice, hablar de eso. No quiere dar detalles sobre lo que vivió allí, solo cuenta lo elemental para entender su historia: un día, cuando tenía siete años, se escapó del centro. Salió corriendo sin mirar atrás. En la calle, sin tener a dónde ir, sin saber a quién llamar, durmió y vagó por la ciudad. Tiempo después un hombre lo recogió, lo llevó a su casa. Lo adoptó. Ese hombre, Claudio Yessen, se convertiría desde entonces en verdadero padre.

Cristóbal Yessen es de pocas palabras, pero cuenta que a su carrera de boxeador la detonó un asalto callejero. Estaba con su expolola, que era sorda, y sintió la impotencia de no saber qué hacer. Eso lo llevó, más tarde, a tomar una decisión: aprender boxeo para poder defenderse. Su evolución fue rápida y a los tres meses, con unos 23 años, lo llevaron a competir.

—Cada vez que me subo al ring recuerdo lo que viví cuando chico, cuando me abandonaron, y me enfoco en eso —dice Yessen—. Pienso que el de enfrente tuvo la culpa y le pego, le pego, le pego.

Los jóvenes del Sename, cree, tienen la fuerza que les da la temeridad.

—En un sparring estos chicos nunca cierran los ojos, no pestañean. Te miran fijo —dice a su lado Claudio, su padre—. Aquí hay chicos que tienen impactos de bala, múltiples puñaladas, entonces no tienen miedo.

Jóvenes del Sename en el taller de boxeo. Crédito: Cristóbal Yessen

Camilo es uno de los jóvenes que cree que el boxeo puede ser su futuro.

—Nunca me había llamado la atención el boxeo, nunca había entrenado en serio, hasta que en este taller lo conocí —dice—. Ahí me di cuenta de que tenía habilidades para ser boxeador. Ahora lo veo como una profesión para más adelante. Me gustaría tener una carrera, un título.

Sentado a su lado está Cristóbal, un muchacho de 19 años, flaco, de rostro marcado, vestido con un equipo Adidas de azul perfecto. Está un poco enfermo, y por eso entra y sale de la cancha. También está Claudio, que dice que la prensa siempre ha sido demasiado dura con ellos. 

—Los periodistas siempre escriben cosas negativas, a veces bordeando la mentira —dice.

Entonces Cristóbal, en voz baja:

—De mí se han hablado hartas cosas feas. A mí me decían el Cisarro… yo soy.

***

En una de las paredes del gimnasio, en letras gigantes, hay una frase. Está formada por letras de papel de colores. Fueron despegadas, pero todavía se lee el mensaje: “Feliz día del niño”.  

Cristóbal, a quien la prensa conocía como el Cisarro, ya no es un niño. Él, que fue detenido por primera vez a los nueve años por dos robos violentos, que fue formalizado más de una decena de veces, conversa ahora sobre boxeo y sobre crossfit, un entrenamiento de alta intensidad que practica en el centro. Es educado al hablar, al acercar una silla para que alguien se siente. En ningún momento parece ser —es difícil imaginarlo— alguien intimidante. Él, como muchos de sus compañeros, ya es mayor de edad, pero al cometer delitos siendo menor, debe cumplir la pena completa en el Sename.

—Las personas que realmente quieren estar en el boxeo es porque han pasado cosas malas y tienen mucha rabia acumulada —dice, sin rabia—. Tenís que tener corazón para poder hacerlo, ser campeón y ganarte respeto. Ante todo va en la humildad. Eso es lo que más tiene el Cristóbal [Yessen] y que por mi parte yo tengo también.  

A unos metros está Yessen, que quiere apadrinarlo como boxeador. Cree que tiene pasta de campeón. Que, después de todo, el boxeo siempre ha sido para gente como él, para los que no tienen nada que perder, para los pobres, para los insalvables que después el boxeo salva.

—Yo creo que si hubiera sido otro profe no estaría aquí con nosotros —dice Camilo—. Él ha pasado cosas similares a nosotros y vernos le recuerda el pasado. Por eso nos da esta oportunidad y nosotros la agradecemos mucho.

Cuando deben responder qué es lo más importante que han aprendido en clase, no dudan.  

—La humildad, el corazón —responde Camilo—. Que no importa de dónde vengas sino…

—A donde uno va —completa Cristóbal.

***

Cuando el taller termina, todos se abalanzan hacia las bebidas energizantes y los chocolates. Unos minutos después los jóvenes se sientan en el medio de la cancha, con la mirada hacia Claudio —el padre de Cristóbal Yessen— que, parado frente a ellos, les habla sobre qué significa ser boxeador, qué valentía hay en eso, qué peligro.

—Cuando uno ve el boxeo como una profesión pasa a ocuparse a sí mismo como herramienta. El boxeo requiere mucha disciplina, carisma y personalidad —dice con firmeza—. Cuando uno forma a un boxeador le pide humildad, no que termine como Floyd Mayweather, quemando dinero, ostentando. Para nosotros sería un fracaso tener un boxeador así.

Un boxeador, dice, no puede terminar encerrado, alabándose a sí mismo. Tiene que ser mejor que eso: ayudar a los que están a su alrededor. Que lo entiendan, asegura, es una de las metas del taller. El entrenador, parado a su lado, asiente con la cabeza y los felicita, porque cada vez los ve más fuertes, más incansables. Todos aplauden.

—Si son buenos, si sobresalen, siempre van a tener el apoyo de todos —dice Claudio.

—Y vamos a cerrar muchas bocas —dice Yessen—. Porque está el prejuicio de que ustedes son delincuentes. Yo salí de un lugar parecido y soy campeón. ¿Por qué ustedes no podrían?

Todos lo miran en silencio, a él, que les quiere mostrar que el boxeo puede ser un camino para ellos. Que evitar los golpes, que acostumbrarse a ellos, es una forma de salvarse.