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Un chileno en el infierno norcoreano  

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POR Rafaela Lahore |

Durante los sesenta, Eduardo Murillo vivió en Corea del Norte. Se casó, hizo clases, tuvo amigos. Hasta que un día fue acusado de traición. ” “Yo sabía que me iban a matar. No había pensamiento, solo terror”, recuerda hoy.

Era 1950 y Eduardo Murillo, de nueve años, pasaba la mayor parte del tiempo sin poder levantarse de la cama por una enfermedad grave al corazón. Los días que pasaba en su casa de Santiago eran lentos, y él los soportaba leyendo los libros de la biblioteca de su padre y escuchando una vieja radio Philco. Ese mismo invierno, la noticia salió de sus parlantes: la guerra había explotado entre Corea del Sur y Corea del Norte. Entonces se enteró de que del otro lado del planeta había dos países que alguna vez habían sido uno, y que ahora eran enemigos. Durante los tres años siguientes escucharía las noticias de una guerra feroz que dejaría más de tres millones y medio de muertos. Una década después cruzaría el océano y conocería la mejor y la peor cara de uno de sus protagonistas, Corea del Norte.

Hoy, a los 77 años, está sentado en el living de su casa cercana al Parque O´Higgins, y viste una chaqueta azul y jeans. Cuenta que desde que escuchó hablar sobre Corea se sintió atraído por ella. Después de todo, el amor por ese país era una cuestión de familia: en 1959 su padre —periodista, militante del Partido Comunista— había fundado el Instituto chileno-coreano de cultura y amistad. Finalmente, cuando Murillo tenía 19 años, tuvo la oportunidad de conocer ese país misterioso, lejano, del que había escuchado tanto. Recibió una beca del gobierno norcoreano para estudiar Medicina y en 1960, después de tres días de viaje y nueve escalas, aterrizó solo en el aeropuerto de Pyongyang.

Al llegar descubrió un país que todavía se levantaba de la guerra, pero ya había construido edificios monumentales como el Gran Teatro de Pyongyang, el Palacio de los Pioneros —un centro educativo, deportivo y cultural para niños— y dos hoteles internacionales. “Yo había visto fotografías de esos lugares después de los bombardeos y no había un solo ladrillo parado”, dice Murillo. “Eso me maravilló”.

Murillo, que militaba en las Juventudes Comunistas de Chile, recorría las calles sin conocer ni una palabra de coreano, pero sintiendo que conocía el país como si hubiera crecido allí. En esa época, Corea del Norte era gobernada por Kim II Sung, abuelo del actual líder supremo, Kim Jong-un. Su cara se repetía en todas partes: en estatuas y retratos, en calles y casas, y por todos lados en la residencia universitaria donde él mismo vivía. Durante los ocho años siguiente vería su figura infinitas veces: sus ojos afilados, su pelo negro. “El único lugar donde no estaba su retrato era en los baños”, dice Murillo.

Durante los primeros meses, creyó que Kim II Sung estaba construyendo un país mejor. “Para un muchacho joven era como vivir en el paraíso, porque como extranjero pertenecía a la casta privilegiada”, dice. El gobierno pagaba sus estudios en el Instituto Médico de la ciudad, y la residencia que compartía con una centena de extranjeros —chinos, cubanos, vietnamitas, camboyanos— con quienes hacía instrucción militar y trabajos voluntarios durante los fines de semana. Todos ellos, asegura, se sentían parte de un país que se levantaba de nuevo. “Éramos coreanos, pero de otro lado”.

Así transcurrieron los primeros años en el país, en una felicidad que parecía perfecta, pero el terror pronto le caería encima.

Despertar al monstruo

Para 1967 Murillo estaba casado con Lidia, una ucraniana, trabajaba como médico, y daba clases de español en la Universidad Kim II Sung y a locutores del servicio internacional de la radio Pyongyang. A veces, incluso también participaba de los programas radiales. “Los latinoamericanos en general estamos acostumbrados a criticar los gobiernos, a los presidentes, pero allá eso no se podía”. Sus comentarios y bromas en la radio, así como a sus amigos extranjeros, fueron suficientes para destapar la furia del gobierno.

Confiesa que la edad le está haciendo olvidar ciertos detalles, pero el recuerdo de esa noche de septiembre de 1967 aún está fresco. Cenaba con Lidia en un hotel, cuenta, cuando se acercaron dos hombres que le pusieron un arma en la sien y lo subieron a empujones a un jeep militar. Lo llevaron a una celda que recuerda de un metro por dos metros. Desde ese momento Murillo sería considerado un traidor a la patria. Un espía de Estados Unidos. El paisaje a su alrededor sería el mismo durante los ocho meses siguientes: cuatro paredes angostas, un caño goteando y la mirada seria, filosa, de un guardia que lo vigilaba.

Un día el tedio de la celda se quebró. Lo vistieron con un overol blanco que, a la izquierda, a la altura del corazón, tenía un círculo rojo. Lo bajaron hasta un subterráneo y con una capucha lo pararon frente a una pared de fusilamiento. “Empecé a temblar”, cuenta. “Yo sabía que me iban a matar. No había pensamiento, solo terror”. En ese momento pensó en dos cosas: en su madre, en la que pensaba siempre, y Dios, en el que no había pensado nunca. Cuando escuchó frente a sí el estruendo de las armas de fogueo, ya se había convertido en otro. Desde entonces creería en Dios de forma ciega.

Murillo se enteró más tarde que su padre, que aún mantenía relaciones con la diplomacia coreana, había hecho gestiones para que lo liberaran. No sabe con seguridad si fue por eso, pero en mayo del 68, ocho meses después de haber sido arrestado y dos meses después de haber sido víctima de un fusilamiento simulado, lo bañaron, le sacaron los piojos y le dieron ropa nueva. Ya liberado, tuvo unas horas para preparar su valija y despedirse de su mujer para siempre. Expulsado del país, empezó un largo camino hacia Santiago. Cuenta ahora que recién perdió el miedo cuando, después de varias escalas, llegó a Suiza. “Regresé a Chile demolido, con una avitominosis muy avanzada, con úlceras en la lengua, con heridas en las piernas”. Lo peor no fueron las cicatrices físicas, sino que su antigua utopía se había derrumbado: “Sentí que de cierta forma me habían traicionado”, dice ahora, cincuenta años después, ya resignado.  

La vuelta a su hemisferio

En Chile retomó su vida: se casó de nuevo, abandonó el interés por la política y sin poder revalidar su carrera de medicina, se convirtió en profesor de historia y geografía. A pesar de eso, desde su regreso ha seguido todas las noticias y discusiones sobre el país que le hizo daño. “Hay mucho de mitología en lo que se publica. Dado que las puertas de Corea del Norte están cerradas al mundo se inventa mucho”, dice. “Ahora, sé que hay una crueldad tremenda allí y que los derechos humanos han sido totalmente conculcados. Por tener una Biblia, por decir que eres cristiano, te pueden fusilar”.

El 27 de abril de este año los televisores de todo el mundo transmitieron las mismas imágenes: bajo el ruido de las máquinas fotográficas, Kim Jong-Un, el Líder Supremo de Corea, caminó con una marcha casi militar, pero sonriendo, hasta Moon Jae-In, Presidente de Corea del sur, quien del otro lado de la frontera le estrechaba la mano. Después de decirse unas palabras, Kim dio un paso hacia adelante. Pisó el antiguo país enemigo. 

Con la mirada fija en su televisor, Murillo vio esas imágenes y se alegró. Él, más que nadie, ha estado convencido de que ambas Coreas deberían unirse. “Donde sea que vaya voy a testimoniar que Corea es una sola y merece la reunificación”, dice. Si bien desde hace cinco décadas que no pisa el país, su vida sigue atada, de cierta forma, a lo que vivió allí. Durante los últimos años se ha dedicado a escribir una versión extendida de su libro Infierno en Norcorea, que ya había autopublicado en 1980, y donde cuenta detalles de su encarcelamiento. Esta vez es él quien ha decidido levantar la voz y contar lo que sabe sobre aquel país que sonaba misterioso, lejano, en sus oídos de niño.