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Coreanos al sur

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POR Rafaela Lahore |

Casi 2.700 coreanos viven en Chile, la mayoría de ellos en la capital. En PAUTA.cl conocimos la vida de tres: una monja budista, un chef y una doctora en estudios coreanos.

Cho Young Myonng, monja won budista, abre tímidamente la puerta y sonríe con la cara limpia, sin maquillaje. Lleva ropa deportiva azul y un moño en el pelo. Mientras atraviesa el jardín otoñal, en el que ya pega el sol de la mañana, trata de sostener a dos perros inquietos. Sube unas escaleras y abre la puerta del templo, ahora vacío. Hay hileras de bancos de madera y un altar con velas, telas transparentes y lámparas. Dos días antes, el 22 de mayo, ha sido el cumpleaños de Buda y aún hay restos de ese festejo: del techo cuelgan decenas de faroles de papel, en tonos rojos y anaranjados. Tienen la forma de una flor de loto y de cada uno pende una oración en coreano.

—La flor de loto crece en agua sucia, pero florece muy linda y el aroma también —dice Cho, de 38 años, mientras prende los faroles del templo en Recoleta—. Nuestra vida tiene que ser como ese loto.

Toda su vida la ha dedicado a profundizar en el won budismo, una adaptación moderna de esa religión que surgió en Corea del Sur en 1916. Sus escrituras son más simples que las del budismo tradicional, y las formas de aplicarla, dice Cho, más claras. El templo, ubicado en la calle Emiliano Zapata, es uno de los tres que existen en Sudamérica. Allí vive ella desde hace nueve años, junto a otras dos monjas coreanas. Una de ellas es su madre, que llegó a Chile en 2016.

La llamada telefónica que trajo a Cho hasta Santiago sonó en octubre de 2008, mientras ordenaba el altar del templo donde vivía en Daejeon, casi al corazón de Corea del Sur. Del otro lado de la línea, su maestra le ofreció fundar un templo en Chile. Cho no se imaginaba cómo sería vivir fuera de Corea, pero dijo que sí. Ahora, con una vida armada a 18 mil kilómetros de su casa, dice que vio una oportunidad de llevar el mensaje de su religión donde aún no ha llegado. Cuatro meses después aterrizó sola en Santiago. De esa mañana recuerda, sobre todo, una imagen que la cautivó: las montañas nevadas, como un marco de la ciudad.

Mientras toma té negro en una sala del templo, Cho trata de resumir en pocas frases la búsqueda espiritual de un won budista. Dice que para ser feliz hay que dominar dos mundos: el material y el espiritual. “Si los manejamos bien podemos vivir en el paraíso”, dice.

El templo de Recoleta se inauguró en octubre del 2013, y desde entonces los sábados ofrece servicios religiosos para las familias coreanas, que incluyen prácticas de yoga y meditación. Los domingos, en cambio, están destinados a los chilenos, que suelen llegar atraídos por la espiritualidad oriental, pero suelen durar poco tiempo.

Foto: celebración en el templo de won budismo. Crédito: Facebook.

Cho habla sentada a la mesa y un poco más allá, hay una bolsa en el suelo, enorme, repleta de ajíes rojos. Los compran en el sur de Chile, los limpian y los transforman en ají molido —típico de la comida coreana—, que venden para ganar algo de dinero. El otro ingreso del templo son las clases de coreano que dan todos los sábados.

Durante las mañanas, mientras desayuna junto a las otras dos monjas, Cho suele mirar noticieros coreanos en su celular, para estar al tanto de la situación entre las dos Coreas. Cuando habla del tema, cierra los ojos, como buscando en su cabeza cada palabra.

—Pasamos una historia muy triste, muy difícil. Solo falta desarrollar y disfrutar de nuestro buen carácter y cultura. Si las Coreas se juntan pueden ser un mejor país, más fuerte —dice Cho.

Después da el último sorbo de té negro, atraviesa de vuelta el jardín, ataja de nuevo a los perros, y cierra sonriendo la puerta que separa la tranquilidad de su templo de la vorágine de la ciudad.

Los sabores del país perdido

Entre los tonos metálicos de la pequeña cocina del restaurante, Shin Min-Woo inclina su cuerpo hacia un bowl negro. En él, con sus palillos chinos, prepara un bibimbap —“arroz mezclado”— uno de los platos tradicionales de Corea del Sur. Minwoo saca los ingredientes de tuppers chatos e idénticos: arroz, zanahoria, espinaca, dientes de dragón, zapallo italiano, cebolla y champiñones. Encima de ellos parte un huevo crudo. Lo esencial es la yema: debe brillar sobre el plato hasta que el comensal mezcle los ingredientes y todo se transforme en una fusión de sabores. Minwoo es el chef de EveryDay Sushi, un restaurante coreano en la calle Santa Magdalena, cerca del metro Los Leones. Allí, junto a su compatriota Leonardo Choi preparan platos clásicos de su país.

El lugar es pequeño, de dos pisos, y tiene un par de mesas afuera. Allí Shin está sentado ahora, acompañado de una tetera, un pocillo de té verde y una caja de cigarros. Viste su uniforme negro de chef, que lleva su nombre bordado en rosado. Antes de contar qué lo trajo hasta allí se disculpa por no hablar demasiado bien en español.

Cuando se le pregunta la edad, cierra los ojos, calcula.

—Tengo… veintiocho… —dice al fin.

No es un problema de memoria: saber su edad en Chile le toma unos segundos más. En su país, Shin tendría un año más, porque la vida no se cuenta desde el nacimiento, sino desde la concepción.

Foto: Los chefs de EveryDay Suhi, Minwoo Shin y Leonardo Choi. Crédito: Eudes Cárdenas.

A fines de 2015, la gastronomía trajo a Shin a Chile. En Seúl, su ciudad natal, trabajaba como chef durante las tardes y las noches, en el Hotel Stanford. Años antes, su interés por la cocina lo había llevado a estudiar gastronomía hotelera, primero, y luego gastronomía budista, en donde aprendió a cocinar en base vegetales, pero sin nunca utilizar cebolla, ajo, puerros, ciboulette o cebollín, considerados impuros.

Un día, mientras trabajaba en Seúl, su jefe le hizo una oferta inesperada: seguir trabajando en la cadena, pero del otro lado del mundo, en el Hotel Stanford de Santiago. Shin cuenta que no sabía nada del país, apenas el nombre. Cuando aterrizó, sin hablar una palabra de español, hizo lo que había planeado: ganarse un lugar en la cocina del hotel en Providencia. Un año y medio después, sin embargo, la gastronomía le abrió otro camino. Nostálgico de los sabores de su país, estaba comiendo en el EveryDay Sushi de calle Merced cuando conoció al chef del local, Leonardo Choi, otro surcoreano que llevaba 16 años en Chile. No tardaron en congeniar: ambos habían crecido en las mismas tierras y amaban la cocina. Fue así que, después de una larga charla, surgió para ellos un nuevo proyecto: abrir un local en Santa Magdalena. 

El restaurante abrió sus puertas en octubre de 2017, sumándose al puñado de locales —cerca de una decena— que ofrecen comida coreana en la capital. La mayoría están en Patronato, aunque Minwoo no suele visitarlos. Dice, sin explicar bien por qué, que no está interesado en contactarse con sus compatriotas. De cierta forma, todo lo que necesita de Corea está en su pequeña cocina y en sus sabores.

Antes de despedirse, el chef explica que en Chile su vida es mucho más fácil, al menos en lo económico. “Seúl es muy difícil porque necesito mucho dinero”, dice, antes de volver a la cocina de su restaurante. Es allí, en ese espacio reducido, de tonos metálicos, donde transcurre su vida santiaguina. Allí cocina de lunes a sábado, desde el mediodía hasta la noche, platos de su país para paladares de otro hemisferio.

 

Entre dos culturas

Lo primero que pensó la doctora en estudios coreanos Choi Jinok, el día en que llegó a Santiago, fue que la ciudad era tranquila. Era febrero de 2012.

—Había mucha gente de vacaciones, y yo pensé: ¡ah, qué calma!

En marzo la ciudad explotó de nuevo y ella se dio cuenta de que solo había vivido una pausa en el ajetreo santiaguino. Sin embargo, no era comparable al torbellino de su ciudad natal, Seúl, donde hasta ese momento había vivido con su esposo, el académico Soonbae Kim, y con la hija de ambos. Hoy, a los 41 años, recuerda su llegada al país en su oficina de la Universidad Central, mientras del otro lado de la ventana los edificios se recortan sobre un cielo grisáceo y eléctrico.

Desde esa oficina, Choi, de pelo negro, traje prolijo y oscuro, dirige el primer magíster en estudios coreanos en América Latina, que este año recibió a sus primeros estudiantes. Pero antes de convertirse en una inmigrante en Chile, esta periodista de profesión, daba clases de coreano a los inmigrantes de su país. Ella tenía claro que la inmigración era un gran desafío para Corea del Sur. De hecho, en 2016 los extranjeros —llegados de países como China, Vietnam y Tailandia— alcanzarían los dos millones, casi un 4% de la población surcoreana.

Por eso, desde 2007, y durante varios años, trabajó como profesora voluntaria en un programa de Korea Foundation, una organización que promueve el entendimiento entre su país y la comunidad internacional. Mientras tanto, cursó un máster y un doctorado en estudios coreanos en la Universidad de Hankuk, y en 2012 decidió venir a Chile, un país similar a Corea por su seguridad y sus desafíos migratorios. Así podría ampliar su carrera académica y la de su esposo, hoy también profesor de estudios coreanos en la Universidad Central.

Foto: Choi Jinok en su oficina de la Universidad Central. Crédito: Rafaela Lahore.

“Yo soy la que migro, por eso creo que es mi obligación tratar de entender. Antes de criticar, aceptar. Esa era mi actitud”, dice Choi, aunque reconoce que entre Corea y Chile hay diferencias marcadas. Nombra dos: primero, la burocracia chilena frente a la eficacia del sistema coreano. Segundo, que los chilenos están más centrados en el presente. Sus compatriotas, dice, viven trabajando para asegurarse el futuro y comparten poco con su familia. De hecho, Corea del Sur es el segundo país de la OCDE donde se trabajan más horas por día —Chile es el sexto—, y por eso el gobierno de Moon Jae-in, buscando mejorar la calidad de vida de sus habitantes y de crear más empleos, decretó que a partir del 1 de julio el máximo de horas permitidas para trabajar disminuirá de 68 a 52 horas por semana. 

Hoy Choi, además de dirigir el magíster, da clases de coreano y de cultura pop, que la llamada “ola coreana” ha puesto de moda en Chile. Así, en las aulas de la universidad, intenta cumplir con uno de sus grandes deseos: acercar a los chilenos a las luces y las sombras de su Corea natal.