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Brasil entre un candidato encarcelado y el desencanto por la democracia

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Facebook oficial de Lula da Silva
POR jorge Román |

Lula Da Silva no es el primer candidato presidencial en prisión, pero quizás sea el primero con opciones de ganar. Pero esto no asegura una salida fácil a la crisis brasileña.

Brasil, la mayor economía de América Latina, es “una potencia descabezada”, según el periodista de El País Tom Avendaño. Brasil esta sumergido en una fuerte recesión económica desde 2014 -que ha afectado a toda la región– y una crisis política cada vez más aguda desde el impeachment a Dilma Rousseff, maniobra que fue tildada de “golpe de Estado” por la misma exmandataria. La trama de corrupción ligada a Petrobras, conocida como “Operación Lava Jato”, ha salpicado a políticos de todo el espectro, aunque en especial al Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados. El sucesor de Rousseff, Michel Temer, tampoco se ha librado de los vínculos con la mayor trama de corrupción y lavado de dinero en la historia de Brasil, y a eso se le suma una popularidad que oscila apenas entre un 5 y un 7% el último año.

En este escenario, el hecho de que el candidato que lidera las intenciones de voto se encuentre en la cárcel, parece algo secundario. Tampoco es que Luiz Inácio Lula da Silva sea pionero: hay varios ejemplos de políticos que realizaron su campaña presidencial mientras se encontraban encarcelados.

En 1920, en Estados Unidos, el socialista Eugene V. Debs se presentó a las elecciones presidenciales mientras estaba encarcelado por acusar de la persecución política al gobierno a través de la Ley de Espionaje de 1917. Lyndon LaRouche también se candidateó a la Casa Blanca en 1992, cuando se encontraba cumpliendo una condena de 15 años por fraude y evasión de impuestos. Marwan Barghouti se inscribió como candidato a la presidencia de la Autoridad Palestina en 2004, estando condenado por asesinato en una prisión israelí (aunque renunciaría a la misma antes de las elecciones). Y en 2016, Gregorio Santos postuló como máxima autoridad del poder ejecutivo de Perú mientras se encontraba encarcelado por delitos de corrupción cometidos durante su periodo de gobernador regional.

La situación de Lula es, sin embargo, diferente. Él tiene posibilidades reales de regresar al Palácio do Planalto si el Tribunal Superior Electoral confirma su candidatura en septiembre. Pero si Lula es vetado -un escenario muy probable-, la situación electoral se volverá tremendamente incierta: quien le sigue en las encuestas es el ultraderechista Jair Bolsonaro, quien alaba la dictadura brasileña y ha insultado en forma pública a las mujeres, los negros y la diversidad sexual (aunque, según Avendaño, se mueve principalmente por redes sociales y carece de bases sociales). No obstante, su respaldo al autoritarismo hace eco de un desencanto generalizado en la sociedad brasileño: según el Informe 2017 de Latinobarómetro, solo un 3% de los brasileños cree que se gobierna para el bien de todo el pueblo y apenas un 13% se siente satisfecho con la democracia (las peores cifras de Latinoamérica: incluso en Venezuela  estas cifras son notablemente mejores).

La ambientalista Marina Silva, exsenadora y exministra de Medio Ambiente, también está bien posicionada, y ha buscado construir su campaña como la única candidata limpia de escándalos de corrupción. Quien le sigue en preferencias es el candidato del establishment brasileño, Geraldo Alckmin, que ha alimentado su imagen de personaje moderado que da confianza a los mercados. Aunque su falta de carácter lo sitúa por debajo del 10% de intención de voto, el hecho de que al menos ocho partidos políticos acordaron apoyar su candidatura le garantizaría mayor tiempo en la propaganda televisiva y le daría quizás la oportunidad de mejorar sus posibilidades.

El escenario para quien llegue al Palácio do Planalto, sin embargo, no será sencillo: en forma similar a lo que ocurre en México: en 2017 hubo casi 64 mil asesinatos y más de 60 mil violaciones, cifras que superan en número a muchos países en guerra y que van en aumento. A esto se suma una tasa de cesantía que ha superado el 13% y la huida de capitales, situaciones que han empeorado precisamente a causa de la incertidumbre electoral.