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La lacerante duda de una nueva Guerra Fría

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POR Eduardo Olivares |

La alta tensión entre EE. UU. y Rusia escala en medio del ataque aliado a Siria. ¿A quién le conviene otro enfrentamiento?

El supuesto uso de cloro y sarín en contra de un poblado sirio en la periferia de Damasco que dejó 70 civiles muertos y 500 intoxicados, de cuya autoría Estados Unidos, Francia y el Reino Unido culpan al régimen del Presidente de Siria, Bashar al-Assad, tuvo una respuesta de esos mismos países una semana después. En la madrugada siria del sábado pasado atacaron sitios militares y de armas del país árabe. Sólo eso. Se habló de “ataques precisos” de los aliados en contra de esas instalaciones sirias como señal potente en contra de quienes osen traspasar la línea roja de uso de bombas químicas.

Los rusos, aliados tan estrechos de los sirios que tienen desplegados en ese territorio casi tres mil soldados, anunciaron que habría consecuencias. Esto ya no es sobre Siria. Es sobre otros. Así, otra vez, ahora en otro tiempo y escenario, estadounidenses y rusos parecieran volver a las dentelladas del pasado.

El reciente bombardeo ejecutado por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido marca una roca dura de taladrar en la relación entre Washington y Moscú. El grado de deterioro de las relaciones bilaterales entre ambas potencias cava nuevas profundidades. El ataque de este sábado a Siria es uno más. Grande o pequeño, ya se sabrá, pero definitivamente no el primero ni quizás el más importante. En la misma jornada del ataque aliado, el secretario general de Naciones Unidas, el portugués António Guterres, lo dijo sin titubeos: “La Guerra Fría ha regresado con fuerza”. Por esa proximidad a la era en que el mundo completo vivió en peligro, se instaló la interrogante de si el mundo avanza hacia un periodo similar.

Antiguos roces

Hay una seguidilla de incidentes que ha llevado el vínculo bilateral a su punto más bajo desde los tiempos de la Guerra Fría.

En gran medida, todo comenzó con la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca y los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, que pusieron a prueba el unipolarismo estadounidense. Tanto la invasión a Afganistán como la de Irak fueron abiertamente criticadas por el Kremlin. Para agravar esa grieta, Washington activó el retiro unilateral de Estados Unidos del Tratado de Antimisiles Balísticos que  Richard Nixon había firmado con Leonid Brezhnev en 1972. Esa salida se concretó en junio de 2002.

Fue el anuncio del Presidente Bush, en 2008, de instalar un escudo antimisiles en Europa compuesto por una batería de proyectiles interceptores en Polonia y una estación de radar en la República Checa —dos ex miembros del Pacto de Varsovia—, lo que produjo el primer gran quiebre.

Bajo la dirección de Vladimir Putin, Rusia había superado la crisis política, económica y social de los años ’90 y buscaba recuperar su protagonismo internacional. Al menos en el discurso y también en escaramuzas regionales, intentaba hacer respetar su esfera de influencia y exigía participar de las grandes decisiones del sistema político internacional. Su popularidad interna fue siempre elevada.

Ante este escenario complejo, una de las primeras medidas de Barack Obama cuando llegó a la Casa Blanca fue buscar los mecanismos para restaurar las relaciones con Rusia. Tras un proceso de acercamiento, en marzo de 2009 la flamante secretaria de Estado, Hillary Clinton, y el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergei Lavrov, anunciaron en Ginebra el “reinicio” (reset) de las relaciones bilaterales.

Las desconfianzas, claro, no cesaron. En junio de 2010 autoridades estadounidenses hicieron público el arresto de diez personas acusadas de trabajar para el SVR (el servicio de espionaje exterior ruso), que posteriormente fueron deportadas. La tensión entre Obama y Putin continuó escalando a partir de la crisis en Ucrania, cuando en marzo de 2014 Rusia anexó la península de Crimea. A eso, además, se sumó la acusación de que Moscú apoyaba a los separatistas prorrusos en las provincias de Donetsk y Lugansk, en el este de Ucrania.

Tropas de ocupación en Crimea, en 2014.

La guerra civil en Siria también se convirtió en un escenario en el que ambas potencias se han enfrentado. Específicamente a partir de agosto de 2013, cuando Washington acusó por primera vez al régimen de Basher al-Assad de utilizar armas químicas en contra de la población civil. Aunque en su oportunidad Obama aseguró que no permitiría que se traspasara la “línea roja” de los ataques químicos y amenazó con una intervención militar, Moscú intercedió y se llegó a un acuerdo. Trump ha recordado desde entonces la “debilidad” de Obama, pues ni Al-Assad habría desechado de sus dispositivos químicos ni el gobierno ruso lo habría controlado.

A todo lo anterior se sumó la llamada “trama rusa”, el escándalo sobre la supuesta intervención del Kremlin en la elección presidencial estadounidense de 2016, y el episodio del envenenamiento del ex doble espía ruso Sergei Skripal y su hija en Reino Unido. En medio de mutuas expulsiones de personal diplomático y de inteligencia, Putin fue reelecto como Presidente de Rusia ante el descrédito de los países occidentales pero el entusiasmo de su electorado.

Que sí, que no

Entonces, ¿el mundo enfrenta una nueva Guerra Fría? ¿Se está repitiendo esa era de confrontación entre Washington y Moscú fechada entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la desintegración de la Unión Soviética? Ninguna respuesta es absoluta.

Justo tras el quiebre entre Rusia y las potencias occidentales por la anexión de Crimea de 2014, el reconocido politólogo de la Universidad de Columbia Robert Legvold advirtió –en un artículo para Foreign Affairs y luego en el libro Return to Cold War (Regreso a la Guerra Fría)– de dos elementos serios: primero, levantar con liviandad que hay una guerra fría en marcha puede llevar a los tomadores de decisión a estrategias que, por erradas, sean peligrosas. Pero, segundo, que es importante llamar a las cosas por su nombre, y el colapso de las relaciones entre Rusia y Occidente sí merece, a su juicio, ser llamada una nueva Guerra Fría.

Su principal tesis es que el nivel de deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia ya desde la era de Obama es tan honda, en un contexto global inestable y agujereado por el terrorismo y la guerra informática, que esta nueva conflagración puede ser incluso más espinosa que la original. Es más, asegura que en la próxima década las probabilidades de una detonación nuclear en alguna parte del mundo por alguna represalia “son mayores ahora de lo que fueron durante la Guerra Fría, incluidas la Crisis de Misiles de Cuba [1962] o la Crisis de Berlín [1961]”. Autores como Richard Haass y Michael Klare, y diferentes funcionarios internacionales, incluido António Guterres (ONU), han explicitado su convicción de que época era ya retornó.

El regreso a la Guerra Fría, de Roberto Legvold.

Para otros, como el historiador especialista en la Guerra Fría Odd Arne Westad (Universidad de Harvard), no es técnicamente posible hablar de una nueva versión de esa era. El actual conflicto no está acompañado, como en la Guerra Fría original, de una pugna ideológica, una carrera armamentista a gran escala, una comunidad internacional dividida en dos bloques o la amenaza de una guerra nuclear total. Por el contrario, un mundo globalizado en términos de su economía y la tecnología de la información, junto con la existencia de otros actores internacionales de peso como China, Japón, Corea del Sur o India, auguran un mundo multipolar. Además, la Rusia de Putin no es ni por mucho tan poderosa en términos relativos y absolutos como la Unión Soviética de Stalin, Kruschev o Brezhnev.

Aunque sí es un hecho que la creciente tensión Washington-Moscú continuará generando inestabilidad internacional, el desbalance que vive la humanidad es precisamente el resultado de la Guerra Fría, argumenta Westad: no podrían causa y efecto ser llamados de la misma manera. Agrega que puede que entremos en una época marcada por el conflicto y la confrontación, “pero usar ‘Guerra Fría’ como común denominador para todo lo que no nos gusta no hace sentido”.

La crítica de Westad, sin embargo, tiene un flanco abierto. La Guerra Fría se jugó con otras variables, es cierto, pero hablar de una nueva Guerra Fría en ningún caso significa su réplica. Es parecido, no lo mismo. Por ejemplo, la Primera Guerra Mundial no hospedó un holocausto en su vientre ni terminó por el estallido de bombas de destrucción masiva, como sucedió con la Segunda Guerra Mundial, y sin embargo ahí están: la primera y la segunda. En esas guerras mundiales, el común denominador fue la oposición de dos bandos liderados por potencias en busca de una hegemonía territorial, con origen en Europa, pero con ondas dinamitadas hacia el resto del mundo. No hay otras semejanzas fundamentales, salvo la repetición de los principales protagonistas.

Con la Guerra Fría ocurren analogías similares: potencias con capacidad de disuasión nuclear, guerras subsidiarias y antagonismo abierto entre los mismos protagonistas de antaño por visiones del mundo (en democracia, desarrollo, influencias) distintas. Pero hay mucho más tras la simple denominación.

La conveniencia del nombre

Que se hable de una guerra fría puede ser más interesante en el campo político que en un debate académico. Por un lado, como sugiere Legvold, puede llevar a los diseñadores occidentales de políticas a abrir rutas de solución a problemas inexistentes. Es decir, que se exagere el tono del actual conflicto y las respuestas sean desproporcionadas. O que se lea una actual guerra fría como la misma que hubo en el siglo XX.

Pero además puede ser útil para las pretensiones del gobierno ruso.

“El Kremlin también se beneficia de impulsar la narrativa de la ‘nueva Guerra Fría’ hacia las naciones occidentales, pues los guía implícitamente hacia una trampa: primero, si esta es una nueva guerra fría, entonces Rusia debería tener un estatus de potencia global con la característica de contar con su esfera de influencia (tal como la tuvo la Unión Soviética); segundo, si esto no es una nueva guerra fría, entonces Occidente debiese levantar sus sanciones, detener su aislamiento a Rusia y retornar las cosas a su carril tradicional”, ha explicado Anton Shekhovtsov, investigador del Instituto para la Cooperación Euro-Atlántica.

Vladimir Putin fue entrevistado por el canal norteamericano NBC, en marzo de 2018.

Crédito de la imagen: Kremlin

El propio Vladimir Putin, sin embargo, ha dicho no estar de acuerdo con aplicar este concepto a los tiempos actuales. “Desde mi punto de vista, los que dicen que ha comenzado una nueva Guerra Fría no son analistas, son propagandistas. En cuanto a la carrera armamentística, comenzó en el momento en el que Estados Unidos optó por salir del Tratado sobre Misiles Antibalísticos”, afirmó Putin a inicios de marzo. Sus declaraciones, no obstante, ocurrieron pocos días después de alardear con un arsenal nuclear que puede ser transportado en misiles con alcance casi ilimitado.

Asimismo, si no se hablara de guerra fría, como sugiere Shekhovtsov, el Kremlin podría exigir con más convicción que descompriman las sanciones económicas en su contra. Aunque Putin ganó las elecciones presidenciales del 18 de marzo con un respaldo popular elevado, su gran desafío está en la recuperación de la economía dado el impacto negativo que variables como los castigos financieros le han generado.

Paz para la guerra

Una guerra “fría” tiene sentido sólo en tanto no es “caliente”. Es decir, la frialdad dura mientras no se transforme en guerra a secas. Ante esa disyuntiva, cualquier período de paz puede ser, en su dimensión, una guerra fría.

Curiosamente, fue un largo paréntesis de paz el que alimentó una guerra. Eric Hobsbawm se refería así al período previo a la Primera Guerra Mundial: “‘Paz’ significaba ‘antes de 1914’, y cuanto venía después de esa fecha no merecía ese nombre”, relató en su monumental Historia del siglo XX. Otro historiador renombrado, Robert R. Palmer, bautizó esa misma era como la de “anarquía internacional” en su A History of the Modern World (Una historia del mundo moderno). “En Europa preferían la paz, pero todos dieron por sentado que la guerra ocurriría un día. En los años previos a 1914 la idea de que la guerra se supone que estallaría tarde o temprano probablemente hizo que algunos gobernantes, en algunos países, estuvieran más proclives a desatarla”, describió.

Fue la época de la escalada armamentista, y por eso también se le llama Paz Armada. Hubo un brote profuso de nacionalismos (incluido el terrorismo étnico), de temores ante una ola globalizadora del comercio y también hubo guerras localizadas, como las que reventaron en los Balcanes. Varios de esos elementos parecen estar presentes hoy también.

Las armas químicas fueron empleadas a gran escala en la Primera Guerra Mundial. Es decir, su elaboración ya estaba en marcha mientras había paz (y desde mucho antes de la guerra). Como recordó la Primera Ministra del Reino Unido, Theresa May, desde hace casi un siglo que están prohibidas, dado los terribles efectos que provocan. Y he allí el principal motivo levantado por los líderes de Estados Unidos, Reino Unido y Francia para bombardear Siria, y la advertencia que la misma May hizo a Rusia tras el envenenamiento al exespía Skripal con gas nervioso—cuya participación el Kremlin niega hasta hoy.

En la historiografía anglosajona, al período previo a la Primera Guerra también se le conoce como “paz a través de la fuerza”. Significa, en el típico lenguaje de los teóricos del realismo, que solamente un Estado poderoso puede evitar la guerra (o garantizar su paz).

De los presidentes norteamericanos, quien más profundizó esa frase fue Ronald Reagan. “La paz es un producto de la fuerza, no de la debilidad”, llegó a decir en 1982, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética navegaban, curiosamente, las aguas de la Guerra Fría. ¿Quién más podría utilizar ese concepto ahora?

El actual Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, felicitó hace menos de un mes a Vladimir Putin por su reelección como mandatario de Rusia. Tras hacerlo, difundió que Putin podía colaborar a solucionar problemas con casos como el sirio. A continuación, sin embargo, insinuó que Bush y Obama fallaron en convencer al par ruso porque no tuvieron las armas o la energía necesarias. Ante ello, sólo una cosa sería posible: “Paz a través de la fuerza” (en mayúsculas y vía Twitter).

He allí la sorna de la historia. Es la misma frase que remite a la Paz Armada. La misma que reflotó durante la Guerra Fría.