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El voto: la última liturgia en ser puesta en cuestión

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Agencia Uno
POR Eduardo Olivares |

Sin consenso para realizar en dos días las elecciones de abril, dice John Müller, tiene como efecto “debilitar el respeto al proceso electoral que Chile ha tardado 30 años en consagrar”.

La idea que más me inquietó del proyecto de elecciones en dos días fue la de ir a votar con el saco de dormir para “cuidar” las urnas. Hay varias maneras de erosionar la confianza de los ciudadanos en el proceso electoral. Una es hacerlo a la manera de Donald Trump, que es crear la impresión de que se ha cometido fraude sin aportar pruebas. La otra es cambiar las reglas del juego sobre la marcha, como ocurrió en algunos estados de EE. UU. semanas antes de que se comenzara a votar. Por último, está la manera chilena que es abrir un concurso de ideas sobre la forma de votar cuando faltan 45 días para hacerlo.

Lo ocurrido con el proyecto, que no alcanzó el apoyo suficiente en la Cámara de Diputados el viernes pasado, es muy trascendente. Y no solo porque el Gobierno otra vez pierde apoyos entre sus propias filas, sino porque ha saltado una alarma, una advertencia de que aquí se puede estar erosionando la que quizá sea la última de las instituciones que quedaba incólume en el Chile pos 18-O: el proceso electoral.

Con toda seguridad, no es esto lo que pretendía el Gobierno. San Francisco de Sales atribuía a San Bernardo de Claraval la noción de que “el infierno está lleno de buenas voluntades o deseos” y nuestro San Bernardo es el ministro Juan José Ossa, quien ocupa la Secretaría General de la Presidencia desde el 6 de enero pasado. Es evidente que el Gobierno (y los políticos y funcionarios) se dieron cuenta muy tarde de que la coincidencia de cuatro votaciones el 11 de abril en medio de una pandemia era una cuestión problemática. Y esto es así porque ya en el Plebiscito del 25 de octubre de 2020 los confinados bajo sospecha de covid y los enfermos no pudieron votar y a esta cuestión no se le ha encontrado una solución porque sencillamente no se ha buscado.

La historia sería muy distinta si al día siguiente del último plebiscito se hubiera presentado un proyecto de reforma constitucional o se hubiera encargado a una comisión técnica o al propio Servel una propuesta de solución para la votación del 11 de abril. Daba tiempo, incluso, a estudiar un sistema de voto por correo. Del debate hubiera salido una propuesta que no necesariamente hubiese sido la mejor técnicamente, pero que hubiera legitimado el hecho de alterar la liturgia electoral.

El 19 de marzo de 2020, nada más iniciada la pandemia, los partidos políticos acordaron ante el Servel que las elecciones municipales, a gobernadores y constituyentes se realizarían el 4 de abril tras acordar el aplazamiento del Plebiscito Constitucional desde abril a octubre. Ya entonces se advirtió de que no se podía votar el domingo 4 de abril porque era la Pascua de Resurrección, así que se cambió para el domingo siguiente.

¿Todo el mundo se dio cuenta en marzo de 2020 de que el domingo 4 era Semana Santa y no de que era tiempo de pandemia? Esto es muy sorprendente. Pero el problema es que volvió a suceder en octubre pasado y en los cuatro meses siguientes. El proyecto de ley de reforma constitucional (boletín n° 14064-07) que ahora pretende cambiar la tradición es del 2 de marzo pasado.

La cuestión de la custodia de las urnas no constituye un problema práctico para los militares; ellos lo resuelven habitualmente cuando toman el control de los colegios electorales el día anterior a la votación. Pero sin duda que constituye un elemento de ruptura, de desconfianza, una disonancia, para los votantes más movilizados que están dispuestos a ir a dormir al lado de la urna en que votaron. Se ha creado así una vulnerabilidad innecesaria en el proceso, una debilidad que puede llegar a ser crítica porque siempre hay quienes están dispuestos a aprovecharlas para tratar de poner en cuestión a la autoridad.

Había una alternativa para que unos cambios adoptados en tan corto espacio de tiempo se impusieran sin causar sospechas: que fueran respaldados por un consenso tan firme como el que en marzo de 2020 decidió aplazar el Plebiscito y las demás elecciones. Eso no ha ocurrido. La propuesta puede ser buena, mala o mejorable, pero, sin consenso, lo único que va a conseguir es debilitar el respeto al proceso electoral que Chile ha tardado 30 años en consagrar.

Votar es un mecanismo para dirimir civilizadamente. La alternativa es la unilateralidad, la violencia o la fuerza. En un tiempo en que la violencia se ha legitimado socialmente en el país, erosionar el sistema socialmente aceptado de zanjar nuestras diferencias políticas es un paso en la mala dirección.