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Cómo se arma la vida después del Covid: la historia de la familia Gajardo

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POR Ana María |

El mismo día en que se detectaba el primer caso en el país, hace seis meses, los Gajardo pasaban de un viaje anhelado a un calvario. Este es un relato sobre sobrevivencia.

“Myrtha, tenemos que hablar”.

El médico entró a la habitación del Hospital Policlínico San Martino de Génova. Traía una máscara de oxígeno en sus manos, de un tamaño suficiente como para cubrir una cabeza completa, como si fuera una escafandra. Y, mezclando un poco de español y de italiano, se sentó en la cama de la sicóloga chilena Myrtha Gajardo (76), la miró fijamente, le tomó la mano y volvió a hablarle:

“Myrtha, ¿quiere vivir?”.

Myrtha Gajardo se largó llorar.

“Sí, quiero vivir”, le respondió.

Era la mañana de 3 de abril de 2020. Myrtha cumplía 13 días internada en el Hospital Policlínico San Martino de Génova después de infectarse de Covid-19, junto con seis de los siete miembros de su familia que viajaban en el crucero Costa Luminosa.

El 3 de marzo, el mismo día en que el Covid-19 presentó su primer caso en Chile, la familia empezaba su viaje en Miami tras volar desde Santiago. Lo habían planificado desde hace años. Todo el clan ahorró.

El itinerario del barco era Puerto Rico, Antigua, Tenerife, Málaga, Marsella, Savona, Nápoles, Dubrovnik hasta llegar a Venecia. Luego irían por su cuenta a Egipto, Jerusalén, Jordania y España. El viaje, según el plan, duraría dos meses.

Para entonces su historia, y la de los 1.400 pasajeros que viajaban en el barco, ya era noticia mundial. Fueron quedando varados en distintos lugares. Cientos se contagiaron. Diecisiete murieron de coronavirus.

De los países que visitarían, la sicóloga nada puede contar. Apenas alcanzó a pisar Puerto Rico cuando, el 8 de marzo, el crucero bajó a una pareja de italianos contagiada. Ella no logró sobrevivir.

Myrtha y su familia solo llegaron a Italia cuando ella y Patricio Gajardo (67), su hermano menor, estaban graves. Primero fueron internados en el Hospital de Savona, foco de contagios de ese país, y luego fueron derivados a Génova.

Patricio estuvo días 18 intubado.

Tratar de no llorar

Para el 3 de abril, cuando el médico entró a su habitación con el casco de oxigenación de alto flujo -que hoy también se aplica en la Posta Central-, Myrtha estaba segura de que ya estaba fuera de peligro. A punto de cumplir dos semanas desde que fue internada en el Hospital Policlínico San Martino de Génova, esa mañana se sentía tan bien que, para darse ánimo, incluso se maquilló.

Ya había pasado por todos los síntomas de virus: fiebre, dolores de cabeza y musculares -“imposibles de describir si uno no los ha experimentado”-, pérdida del gusto y el olfato, además de intensas molestias en la garganta y faringe. También tos. Mucha tos.

Pero el coronavirus en una enfermedad traicionera. Los médicos del hospital de Génova detectaron que, aunque ella se sentía mejor, sus órganos no estaban recibiendo oxígeno. Y si Myrtha tenía terror al casco de oxigenación, era porque su hermano había empezado igual, con el mismo tratamiento.

Ahora Patricio estaba unos metros más allá, en la UCI del hospital, en estado de extrema gravedad. Intubado, sufriendo cuatro infartos pulmonares y uno cerebral además de una trombosis en la pierna.

“Pensé que él se moría”, dice hoy la sicóloga a PAUTA.

-¿Y pensó que usted también podría morir?

“Nunca. No quería morir”.

En total, Myrtha estuvo cuatro días con el casco de oxigenación. Una sensación incómoda, dolorosa, inolvidable. Sentada día y noche en ángulo recto, en una cama de un hospital en Italia, lejos de sus hijos y su marido, que estaban en Chile viendo cómo ayudar a la familia. Evaluando, con dolor, qué hacer ante el peor escenario. Porque ese peor escenario, se enterarían Myrtha y Patricio meses después, se erguía sobre ellos con una alta probabilidad.

Carolina, una de las hijas de Myrtha, cuenta: “Llegó un momento en que pensamos que ambos podían morir y había que tomar decisiones frente al caos que, en ese tiempo, había en Italia, donde los muertos iban a fosas comunes. Les pregunté a mis hermanos qué hacíamos: si esperábamos el cauce natural o hacíamos todas las gestiones para traer a mi madre en un avión aunque eso signicara que ella muriera en el viaje por su mala condición de salud”.

Era tan el nivel de angustia que Carolina tuvo crisis de pánico y temía que, por el estrés que vivía su papá -quien no quiso ir al viaje por su avanzada edad (84 años)-, le diera un infarto. 

Myrtha pasó esos días con la máscara inflándose, pegada al cuello, apenas pudiendo respirar. Vivía una sensación parecida -guardando las proporciones- a cuando se saca la cabeza por la ventana con el auto andando y el viento en la cara no hace más que asfixiar.

Tampoco podía dormir. Tenía los brazos rotos, inflamados con las decenas de agujas que le perforaron la piel para darle medicamentos.

Tampoco podía llorar.

“Si lloraba, las lágrimas caían bajo la máscara y no podía sacármela”, recuerda la sicóloga.

¿Y en qué pensaba para no llorar?

“En mis hijos, en mi esposo. También trataba de recordar películas que me gustaban”.

Un punto rojo en la habitación

Patricio Gajardo fue el primero de la familia en empezar a toser. Era el 9 de marzo. “Pensamos que era por el aire acondicionado, porque era muy fuerte”, dice Myrtha, quien presentó los primeros síntomas dos días después: el 11 de marzo, la misma fecha en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que el Covid-19 era una pandemia.

Habla Patricio: “Me empecé a sentir mal, como cuando uno siente que se va a resfriar. Tenía una pequeña tos. Creí que podía ser el cambio de temperatura de cuando estuvimos en San Juan de Puerto Rico”.

Katherina Serczyk junto a su abuela, la sicóloga Myrtha Gajardo, ya recuperada de Covid-19.
Katherina Serczyk junto a su abuela, la sicóloga Myrtha Gajardo, ya recuperada de Covid-19.

Pero Patricio insistía en que era solo un resfrío: “En mi fuero interno, yo todavía no aceptaba que estuviera contagiado. Ni siquiera tenía dificultad para respirar”.

De pronto, un rumor comenzó a correr entre los pasajeros del Costa Luminosa. “Algunos vieron de que una pareja de italianos fue bajada en camilla en Puerto Rico”, dice Patricio.

El capitán del barco lo confirmó días después.

Luego estarían seis de los siete miembros de la familia con un punto rojo en la puerta de sus camarotes que los identificaba como infecciosos. Entre ellos Alejandro, otro de los hermanos Gajardo. 

Katherina Serczyk, la nieta de 24 años de Myrtha, fue la única que no se contagió.

Tos en el piano bar

Myrtha recuerda que lo primero que cerró el capitán del crucero fueron los entretenimientos al aire libre, como las piscinas. Pero dejó abierto el piano bar, el casino y “una sala de baile donde todas las noches había cerca de 700 personas”.

Ahora, recordando esas escenas, ve a los turistas en los comedores frente a los bufetes de comida: “La gente tosía y tosía”.

Con los días, tal como los Gajardo, vendrían los puntos rojos en las puertas de las habitaciones de todos esos pasajeros. Novecientos puntos que se propagaban al ritmo del virus. 

Dice Patricio: “Después supimos que el contagio comenzó en la cocina. Y de la cocina pasó a los camareros y de los camareros a los pasajeros”.

Y agrega: “Yo sé cómo me contagié. Vi en el baño a un trabajador filipino limpiando. Sudaba. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo: ‘Me siento mal’. No lo vi en tres días y, cuando lo encuentro de nuevo, me vuelve a decir que no está bien, pero que lo obligaron a trabajar”. 

Patricio estuvo 12 días encerrado en su camarote junto a su esposa, que se contagió pero fue asintomática. “Tenía dolores de cabeza espantosos y en el trigémino. La fiebre subía en las noches, a 39° o 39,5°. No comí en cuatro días. Había perdido el gusto y el olfato”, recuerda.

El 21 de marzo el crucero llegó a Savona. “Me llevaron en ambulancia al hospital. Yo no sabía que incubaba una neumonía”, cuenta el hermano. Myrtha y él estuvieron cuatro días internados allí.

“Patricio: necesito intubarte”

De esos cuatro días en el hospital de Savona, antes de que los trasladaran por tierra a Génova, quien tiene más recuerdos es Myrtha. Su hermano deliraba. Tenía los brazos y piernas amoratados por completo por las inyecciones. Y estaba desesperado con el casco de oxigenación, que le hacía arder los ojos.

Como podía, Myrtha se levantaba de su cama a intentar ayudarlo. Le ponía las fundas de las almohadas bajo la espalda, trataba de darle agua. Varias veces, mareada por la fiebre y el dolor de cabeza, ella se caía al piso.

Patricio: “Tengo borrados 22 días de mi vida. No recuerdo mucho”.

Pero lo que sí recuerda es el día en que, ya en el hospital de Génova, el médico entró en su habitación y le dijo: “Patricio, no estás bien. Necesito intubarte”.

“Haga lo que tenga que hacer”, le respondió.

“¿Quién es usted?”

Era el 13 de abril y Patricio sintió que le golpeaban la cara.

“Patricio, despierta”, le decía una voz.

Estaba en una camilla. A un lado y al otro había pacientes con ventiladores mecánicos.

“¿Quién es usted?, ¿qué pasó?”, preguntó él.

“Estuviste 18 días intubado”, le respondió la voz de un médico: “Estás bien”.

¿Y qué sintió en ese momento?

“Fue un shock muy fuerte. No sabía dónde estaba ni qué había pasado”.

Delirios y sueños que no se van

Myrtha Gajardo fue finalmente dada de alta por el hospital de Génova el 10 de abril. Luego debió estar en cuarentena en un hotel de Roma durante 15 días.

A Chile regresó el 26 de abril, con 12 kilos menos de peso, mientras su hermano Patricio aún seguía grave. Solo fue dado de alta el 8 mayo, y voló a Chile 10 días después. Perdió 25 kilos, el 60% de su masa muscular y había olvidado caminar.

Su hermana recuerda por todo lo que pasó Patricio: lo ve en el hospital de Savona con episodios “de delirio”.

Aunque Patricio olvidó esos días, sí tiene en su cabeza, hasta hoy, las pesadillas que soñó después de que salió del ventilador mecánico. Producto de una droga que le dieron en el hospital, tuvo episodios sicóticos imborrables en su memoria. En uno ellos su hija pierde una guagua. Esa guagua es su nieto, que es lanzado por el aire y queda enterrado en un fierro. 

Seis meses después, ambos hermanos están recuperados. Hablan todos los días por teléfono. Y aunque han dejado atrás muchas secuelas, no los recuerdos de ese viaje por Costa Luminosa que tanto anhelaron.

Myrtha superó los episodios de pérdida de memoria, propios de quienes han sufrido de Covid-19, pero hay cosas que ya no quiere hacer por precaución: “Nunca más dejo una olla al fuego si no estoy en la cocina. Porque cuando regresé a Chile, lo olvidaba. Me quedó el miedo, aunque ya esté recuperada”.

También superó la irritabilidad, otra de las secuelas del coronavirus.

Y está dejando atrás, lentamente eso sí, el insomnio que la acompañó hasta hace un mes. Cuando lo vencía, entraba en una pesadilla recurrente: “Soñaba que estaba en el hospital en Italia y que me caía de la cama”.

Ahora está lidiando con la pérdida de pelo, otra de las secuelas. 

Patricio volvió a su casa en Viña del Mar. No tiene ninguna secuela física y camina perfectamente. Volvió a hacer ejercicio en su bicicleta estática: para al minuto y medio, y luego lo reintenta.

“Ni siquiera tengo una mancha en el pulmón”, cuenta. Cuando un médico en Chile conoció todo lo que le pasó en Italia, le dijo que debería estar muerto, que no se explica cómo sobrevivíó, que nunca antes vio un caso así.

Pero otra cosa, dice, es el estrés postraumático: “No hay día en que no piense en lo que viví. Y cada vez que veo el mar o un barco, vuelvo a pensar en todo otra vez”.

Hubo otro cambio en él: “Yo siempre he sido agnóstico, pero ahora pienso que algo o alguien me ayudó”.