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Volví a Chile en medio de la crisis. Esto es lo que vi

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Agencia Uno
POR Eduardo Olivares |

El estudiante de doctorado Camilo Aguirre viajó desde Londres a Santiago. Observó los cambios en el Reino Unido, la aglomeración en Barajas y la recepción en Chile. Aquí está su testimonio.

Desde febrero todos sabíamos lo que estaba pasando en China y en Corea. Y también veíamos por televisión al primer ministro, Boris Johnson, quien en los primeros días de marzo solo recomendaba lavarse las manos, y dos semanas después aseguraba que no era necesario cancelar eventos deportivos ni cerrar escuelas. Sus medidas ya entonces contrastaban con las instrucciones cada vez más resueltas de otros países de Europa para detener la expansión del coronavirus.

La vida en el Reino Unido parecía relativamente normal.

Hasta el 16 de marzo.

A las 10 de la mañana, todos los estudiantes recibimos un correo. La universidad, adelantándose a la política errática del gobierno de Johnson, nos comunicaba que se suspendían todas las clases y que el año académico se continuaría en un formato online. Los días transcurrían lentos en un campus que se encuentra prácticamente desocupado. El supermercado en la universidad comenzó a restringir la compra de artículos y se cerró la biblioteca.

Entonces decidí volver a Chile.

Mascarillas a la altura del mentón

Intenté comprar infructuosamente pasajes para el día siguiente. La página se detenía en la etapa de pago de los boletos. Cuando cargó, este fue el mensaje: “Los asientos no están disponibles”. Insistí en varias páginas antes de finalmente reservar pasajes para el sábado 21 de marzo.

Tomé un bus en dirección a Brighton (el campus se encuentra ubicado a 30 minutos en bus del centro de la ciudad). A mi llegada observé con sorpresa cómo cientos, si acaso no miles de personas, pasean por parques, plazas, locales comerciales y atracciones turísticas. Algo que difícilmente olvidaré fue la imagen de un anciano tosiendo en un papel que luego guardó en su bolsillo.

Counter de la aerolínea Iberia en el aeropuerto de Heathrow, Londres. Créditos: Camilo Aguirre
Counter de la aerolínea Iberia en el aeropuerto de Heathrow, Londres. Créditos: Camilo Aguirre

Los restaurantes con sus carteles de “solo para llevar” eran la única señal de la amenaza del Covid-19. El bus hacia el aeropuerto iba repleto con españoles e italianos que llevaban máscaras y guantes mientras otros pasajeros, cuya procedencia desconozco, estornudaban y tosían tapándose la boca con las manos.

Luego de casi dos horas de viaje llegamos al aeropuerto de Heathrow, en Londres. Los cafés y tiendas estaban cerrados. En el counter de Iberia, cuando aún faltaban más de tres horas para el despegue, ya esperaban decenas de personas. Preguntarles qué pasó fue lo peor que pude haber hecho, pues mi ansiedad aumentó cuando me enteré de que ese mismo día al menos tres vuelos de la compañía habían sido cancelados. La imagen de jóvenes españoles que se reían del virus y llevaban mascarillas a la altura del mentón no fue de ayuda.

Tras un largo rato, subí al avión y me calmé.

La escala en Madrid

Me sorprendió algo: era un avión tipo transatlántico para lo que suponía era un vuelo regional de dos horas hasta Madrid. Pensé que la compañía lo había hecho para mantener una distancia apropiada entre pasajeros, pero estaba completamente equivocado. Al parecer los vuelos anteriormente cancelados fueron fusionados en el que me tocó a mí.

Tras dos horas de viaje, la llegada al aeropuerto de Barajas representó los sueños de un mundo posapocalíptico hechos realidad. Un megaaeropuerto con todas sus tiendas cerradas, luminaria a medio poder, trabajadores en puntos específicos y un constante recordatorio de la necesidad de mantener una distancia de seguridad de al menos un metro.

Aeropuerto de Barajas, en Madrid, semivacío. Créditos: Camilo Aguirre
Aeropuerto de Barajas, en Madrid, semivacío. Créditos: Camilo Aguirre

Como se trataba de un vuelo de repatriación, no pasó mucho tiempo antes de que escuchara algunos chilenismos. Me llamó la atención la preparación de mis compatriotas: la mayoría tenía mascarillas, aunque algunos dejaban descubierta la nariz. La tripulación del vuelo estaba perfectamente equipada con mascarillas y guantes, y tras unos minutos de vuelo el capitán nos advertía que dejábamos una zona crítica para ingresar a Chile y que debíamos firmar una declaración jurada a nuestro arribo al país.

Tras un vuelo agitado por turbulencias y la tos seca de algunos pasajeros, el avión aterrizó en el aeropuerto Nuevo Pudahuel minutos antes de la hora planificada. Ese anticipo motivó a las personas a intentar abandonar el avión lo antes posible. Los pasajeros se pusieron de pie rápidamente y comenzaron a sacar sus maletas y avanzar como podían. No sirvió de mucho, dado que tuvimos que esperar la llegada del carro-escalera. Era claro que no entraríamos por la manga del aeropuerto y nos llevarían a otro lugar: la aduana sanitaria.

El último traslado

En un amplio salón, un gran número de profesionales de la salud entregan mascarillas a todos los pasajeros que no llevan una puesta; controlan la temperatura y revisan con ellos las declaraciones juradas. Finalmente, tras una entrevista en la cual se consulta por los planes de aislamiento y se entregan algunos consejos para evitar el contagio del virus a otras personas, se autoriza el ingreso al país.

La rapidez y celeridad de la aduana sanitaria contrasta con el lento proceso de timbraje de los documentos por parte de la PDI. A pesar de que en el suelo hay marcas que llaman a conservar una distancia de un metro, eran pocos los que respetaban dicha indicación.

Tras un proceso que demoró aproximadamente dos horas, abandoné el aeropuerto.

Camilo Aguirre tras aterrizar en Santiago. Créditos: Camilo Torres
Camilo Aguirre tras aterrizar en Santiago. Créditos: Camilo Aguirre

Al salir me llamó la atención la agresividad con que los taxistas ofrecían sus servicios. A pesar de que proveníamos de una zona considerada de riesgo, no dudaban en acercarse más de la cuenta y ofrecer precios muy competitivos. Opté por una empresa oficial. El chofer, con mucho cuidado, desinfectó el vehículo con un aerosol y limpió superficies con toallas sanitarias. Le pregunté si eso era una política de la empresa. Me respondió que lo único que le entregó la compañía fue un alcohol gel de manos y que el resto había salido de su bolsillo. Yo era su segundo pasajero del día y, según me contó, se mirase por donde se mirase no era negocio seguir trabajando. Me comentó que yo sería el último traslado que realizaría.

Llegué a un aparthotel, donde estoy en la cuarentena en solitario que corresponde. Mi esposa trabaja en un consultorio y no puedo verla. Esto es serio. Miro la televisión y veo las noticias británicas: el primer ministro Johnson acaba de anunciar recién este lunes 23 de marzo el cierre de casi todo.

Pero hace un mes todos ya sabíamos lo que estaba pasando en China y en Corea.

***

Nota: Camilo Aguirre Torrini es licenciado en historia por la Universidad Católica de Valparaíso, magíster en Estudios Coreanos por la Universidad Nacional de Seúl y doctorando en la Universidad de Sussex, en Inglaterra. Colaboró con PAUTA en el especial sobre Corea del Norte; sus artículos aparecen abajo: