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Un minuto para pensar

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POR Santiago Parro |

¿Tiene sentido seguir aplicando la urgencia del estallido al proceso constitucional una vez que la historia ha ido colocando otras prioridades en el camino?

El proceso de sustitución constitucional en Chile se inició el 15 de noviembre de 2019 como respuesta a los graves desórdenes que comenzaron el 18 de octubre con el ataque a decenas de estaciones de Metro de Santiago. Entonces se dijo que el problema era la desigualdad económica de la sociedad chilena. Un diagnóstico que muchos advertimos que era incompleto.

Lo cierto es que nunca se ha despejado del todo el papel que jugaron en el sedicente ‘estallido’ el desmantelamiento de la cúpula de Carabinero en marzo de 2018 o las acciones de protestas que diversos grupos estaban preparando de cara a la COP 25 o la cumbre de la APEC.

La mayoría de los actores políticos chilenos creyeron entonces leer en un libro escrito de antemano: el problema era la Constitución de Pinochet, un texto que pese a las grandes reformas de 1989 y de 2005 nos seguía haciendo daño, que no nos dejaba ser todo lo estupendos que nos imaginábamos.

En Chile siempre se subestimó la capacidad de reforma del modelo de sociedad que prescribía la Constitución de 1980. Unos lo hicieron porque les permitía cabalgar las contradicciones que les generaba el choque de sus ideas preconcebidas con la realidad, otros porque esa interpretación les resultaba muy cómoda.

Pero cualquier extraterrestre que aterrizara en Chile en 2010 -y no hubiese estado escuchando la adormecedora cantinela de los constitucionalistas desde 1980- se daría cuenta de que los superpoderes del Ejecutivo chileno no eran reales, que si el presidente no tenía mayoría en las cámaras se convertía en un rehén de éstas. Los retiros previsionales, además, demostraron que se podía invadir las competencias del presidente y éste ni siquiera las defendía.

Además, el fin del binominal consolidó un proceso de fragmentación del Legislativo que ya venía asomando con el surgimiento de los llamados diputados ‘díscolos’ al final del gobierno de Ricardo Lagos.

El tiempo va demostrando que la historia de Chile es un libro no escrito. Después de 2019 otras urgencias, como la pandemia y la invasión rusa de Ucrania, lo han venido a corroborar.

Quizá sea el momento de detenerse un minuto y pensar si tiene sentido seguir aplicando al proceso de sustitución constitucional la misma urgencia que los políticos que firmaron el ‘Acuerdo por la paz social y la nueva constitución’ sintieron ese 15 de noviembre cuando el país ardía a sus pies. Otras preocupaciones han venido a sumarse a las que entonces existían. Una de ellas, la pandemia, tuvo que ver con nuestra propia supervivencia, que parecía amenazada. Otras tienen que ver con que el país se ha dado cuenta de que lo que en octubre de 2019 parecía un bienestar ganado para siempre hay que procurárselo todos los días.

Ojalá el 5 de septiembre los dirigentes del país se tomen un minuto para reflexionar y visualizar que el proceso de la sustitución constitucional puede plantearse perfectamente como una tarea pragmática que puede tomar una década. Esta perspectiva se puede adoptar tanto con el triunfo del Apruebo como del Rechazo, pero se da la circunstancia -paradójica hasta cierto punto- de que el 5 de septiembre va a ser más fácil reformar la Constitución de 1980 si gana el Rechazo que el borrador de la Convención Constitucional si gana el Apruebo.

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