Actualidad

Columna de John Müller: “En el taxi con Lagos, la mañana de la libertad”

Imagen principal
POR Equipo Radio Pauta |

Ricardo Lagos ha sido un hombre público con muchos más aciertos que errores. Si algo se le puede criticar es que su gobierno sucumbiera a la modernidad y olvidara los viejos déficits.

Recuerdo perfectamente lo que hice la mañana del 7 de octubre de 1988, al día siguiente del plebiscito. Me presenté en el domicilio de Ricardo Lagos Escobar y me subí con él en un taxi que lo llevó al hotel del centro de Santiago donde se iba a reunir con Patricio Aylwin y el resto de la Concertación de Partidos por la Democracia para la primera conferencia de prensa tras la victoria el ‘No’.

La agenda de Lagos estaba tan cargada que la única posibilidad de que me concediera una entrevista para el desaparecido ‘Diario 16’ de España, del que yo era entonces su corresponsal, eran esos 20 minutos en taxi.

Esa mañana el aire de Santiago nos parecía más fresco y más limpio. Por fin, existía la esperanza cierta de que se acabara la época negra en que los chilenos sospechosos para el régimen morían tras chocar con la esquina del escritorio en una comisaría, como le sucedió al transportista Mario Fernández, según una versión oficial que nunca he podido olvidar.

Esa mañana Lagos estaba esperanzado y abrumado. Apenas lo podía ocultar tras su enérgico vozarrón. La responsabilidad que se venía encima a la Concertación era enorme. Debían, desde la inopia más absoluta, llevar al país desde una dictadura militar a una democracia, atravesando las revueltas aguas de una población que había sufrido tantas privaciones materiales y morales que cualquier cosa podía ocurrir. Y había que hacerlo sin provocar a los que se iban y sin desencantar a los que llegaban. En ambos lados, además, había gente muy aficionada a la violencia.

Desde que pudo acceder a la TV, Lagos se autodesignó némesis de Augusto Pinochet. De hecho, esa mañana en el taxi le lanzó varias pullas al derrotado capitán general, básicamente destinadas a reducir su campo de maniobra en el año de transición que se venía por delante.

Los gobiernos de Aylwin y de Frei, así como la detención de Pinochet en Londres en 1997, le liberaron de ese papel y así, en 2000, cuando fue elegido presidente de la República, accedió al cargo como el primer socialista que llegaba al poder desde Salvador Allende. Siempre me pareció que su elección debía cerrar un ciclo inconcluso de la historia de Chile en el que una izquierda insurreccional había hecho la autocrítica y descubierto la manera democrática de hacer las grandes transformaciones a las que aspiraba.

Sin embargo, del mismo modo que mi generación quedó hipnotizada por el dedo de Lagos, las que vinieron después no lo valoran igual. En mis redes sociales, hay muchos reproches al expresidente, incluso en la hora de su despedida. La gente del sur dice que les prometió un tren y no cumplió.

Los bacheletistas que les dejó el regalo envenenado del Transantiago, una pésima política pública. Quizá si algo se le pueda enrostrar al expresidente es que durante su gobierno creyó que había más cosas resueltas que pendientes en la agenda nacional y que olvidara que a los países hay que amamantarlos no sólo con nuevas ideas, sino con viejos principios y valores. Su gobierno, deslumbrado por la modernidad y por el ‘efecto 2000’, se olvidó de que siempre hay un déficit de civismo y buenas costumbres en la sociedad.

Ahora que se marcha y que ya no habrá nada nuevo que criticarle, hay que reconocer que Ricardo Lagos ha sido un hombre público extraordinario, de los que hay pocos. Lo fue en la coyuntura histórica de la dictadura militar y en la democracia que él ayudó a recobrar. No olvidaré ese viaje en taxi de aquella mañana tan cargada de esperanzas compartidas.