Columna de John Müller: “Trump y el uso de los militares como recurso político”
“Con cifras que lo contradicen, el presidente de EE.UU. recurre otra vez al Ejército, diluyendo la frontera entre seguridad y control político”, escribe Müller en su columna para Radio Pauta, “La Acera de los Tontos”.
En Washington, D.C., la seguridad pública vive un momento paradójico. Las estadísticas oficiales muestran que el crimen violento está en su nivel más bajo en tres décadas. Sin embargo, esta semana el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ordenó desplegar 800 soldados de la Guardia Nacional en las calles de la capital, con el argumento de que el crimen está “totalmente fuera de control” y que la ciudad necesita ser “rescatada de la sangre, el caos y la miseria”.
No es la primera vez que Trump actúa sobre la base de problemas inventados, que sólo se sostienen en su palabra. Tampoco es la primera vez que utiliza fuerzas militares para responder a cuestiones internas. A comienzos de este año, envió 10.000 soldados a la frontera sur para frenar la inmigración y desplegó 4.700 en Los Ángeles para controlar protestas vinculadas a redadas migratorias. Más recientemente, firmó en secreto una orden para usar el Ejército contra carteles latinoamericanos, catalogándolos como organizaciones terroristas. En todos los casos, la lógica es la misma: proyectar la imagen de un presidente que actúa con “mano dura” frente a amenazas que define de manera amplia y a menudo polémica.
Lo que hace este episodio particularmente sensible es que el Distrito de Columbia, a diferencia de los estados, no controla su propia Guardia Nacional. La cadena de mando va directamente del comandante local al presidente, lo que le da a la Casa Blanca un margen de acción sin necesidad de coordinar con la autoridad local. La Ley de Home Rule de 1973 permite al presidente asumir temporalmente el control de la policía de la ciudad en caso de emergencia, pero la definición de “emergencia” queda abierta a interpretaciones que, como ahora, pueden ser más políticas que operativas.
Para los críticos, la medida no solo carece de justificación por los datos, sino que abre un precedente riesgoso: normalizar la presencia de militares en tareas que tradicionalmente corresponden a la policía. La preocupación no es solo jurídica, sino cultural: colocar soldados armados en las calles para disuadir delitos transmite un mensaje que altera la relación entre ciudadanos y Fuerzas Armadas, más aún cuando se trata de vecinos, padres y madres que conviven con la comunidad a la que se les pide vigilar.
La historia latinoamericana es aleccionadora al respecto. Muchos países de la región han recurrido, de forma intermitente o sostenida, a las Fuerzas Armadas para tareas de orden público. México lo ha hecho contra el narcotráfico, Brasil en favelas conflictivas, y varios países centroamericanos frente a la violencia de pandillas. En todos los casos, el balance ha sido complejo: algunas operaciones han reducido coyunturalmente ciertos delitos, pero el costo en derechos humanos, confianza ciudadana y profesionalismo policial ha sido alto.
Para Chile, este fenómeno no es del todo ajeno. El despliegue de militares en fronteras o en situaciones excepcionales genera siempre debate sobre los límites del poder civil y el rol de las Fuerzas Armadas. En los últimos años, los mandos militares han sido muy activos cuestionando su empleo en tareas que consideran inapropiadas o exigiendo garantías sobre las ‘reglas de enfrentamiento’, como se pudo apreciar desde el “no estoy en guerra con nadie” del general Iturriaga hasta los patrullajes en la Araucanía.
En el caso de Trump, el uso del Ejército como herramienta política encaja con su narrativa de campaña: un país asediado por amenazas internas y externas que solo él puede neutralizar. Lo paradójico es que, mientras refuerza su presencia militar en el corazón de la capital, el presidente modera su tono frente a desafíos internacionales como la guerra en Ucrania. El mismo día del anuncio, expresó desacuerdo con el liderazgo del presidente ucraniano Volodímir Zelenski y evitó imponer nuevas sanciones a Rusia, una postura que muchos interpretan como un guiño a Vladímir Putin.
Esto plantea un contraste que resuena más allá de Estados Unidos: dureza hacia adentro, flexibilidad hacia afuera. Esa asimetría puede resultar inquietante, pues sugiere que la proyección de fuerza se prioriza en el ámbito doméstico, donde tiene rédito político inmediato, más que en el escenario internacional, donde implica costos diplomáticos.
Lo que está en juego no es solo el orden público de una ciudad, sino la definición misma de lo que significa seguridad en una democracia. Cuando la presencia militar en las calles deja de ser una excepción para convertirse en la norma, la frontera entre protección y control comienza a borrarse. Y, como bien sabe América Latina, una vez que esa línea se difumina, recuperarla puede llevar mucho más tiempo que un despliegue de 48 horas.