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Columna de John Müller: “Trump y Putin ya se repartieron el tablero: ¿qué significa para América Latina?”

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PAUTA
POR Equipo Radio Pauta |

“La región, que Trump considera parte de su área de influencia, puede ser el escenario de importantes cambios”, escribe Müller en su columna para Radio Pauta, “La Acera de los Tontos”.

Las recientes cumbres en Alaska y Washington no solo marcaron un punto de inflexión en la guerra de Ucrania. En los márgenes de la diplomacia oficial, algo mucho más profundo parece estar ocurriendo: el cierre -quizá informal- de un pacto tácito entre Donald Trump y Vladimir Putin. Un entendimiento que, aunque no se firme en papel, está redibujando el mapa de influencias globales y dejando a Europa en una encrucijada… con ecos directos para Iberoamérica.

Trump busca liberarse de compromisos para adquirir otros nuevos. Para él, Europa y Oriente Medio son distracciones costosas. El verdadero objetivo es China. Su reelección como presidente de EE.UU. ha reactivado una lógica de “prioridades estratégicas” donde Washington se prepara para una confrontación abierta con Pekín. En ese tablero, la paz en Ucrania no es un fin, sino un medio: una forma de liberar recursos militares, diplomáticos y financieros.

Putin, por su parte, ha jugado con paciencia. No necesita que Occidente reconozca formalmente la anexión de Crimea o el control del Donbás. Le basta con que Trump deje de interferir y con que Europa mire para otro lado. Y eso parece estar ocurriendo. Trump no exige la retirada rusa, solo “garantías mínimas” para Ucrania, mientras insiste en frenar el gasto militar en la OTAN.

Este reparto deja a Europa en una posición incómoda. Por un lado, quiere afirmarse como actor global. Por otro, sus habitantes no están dispuestos a pagar el costo. Las sociedades europeas, aferradas a su estado de bienestar, no ven con buenos ojos un aumento del gasto militar ni una confrontación abierta con Moscú. Alemania duda, Francia reclama autonomía estratégica, y el Reino Unido, aislado tras el Brexit, busca una voz que ya no tiene.

Europa se encuentra, entonces, en el dilema del poder sin voluntad. Tiene medios económicos, capacidad tecnológica y peso diplomático. Pero no tiene apetito para la guerra, ni cohesión interna suficiente como para marcar una línea roja real. Y si Trump sigue adelante con su política de repliegue, Europa quedará huérfana de su escudo tradicional.

¿Y qué tiene que ver esto con América Latina? Mucho más de lo que parece. Durante décadas, América Latina se benefició indirectamente del orden liberal liderado por EE.UU. No porque Washington fuese altruista, sino porque mantener su hegemonía implicaba proyectar estabilidad también en su vecindario. Eso ya no es prioritario. Trump no cree en ese orden. Cree en acuerdos bilaterales, en esferas de influencia y en competir sin árbitros. Y Putin también.

Si las potencias comienzan a respetar sus respectivas “áreas de influencia”, regiones como América Latina pueden transformarse en zonas grises, donde el juego está abierto. China ya ha avanzado -con inversiones, préstamos e infraestructura- y Rusia ha ensayado tácticas de desinformación e influencia política. Trump, por su parte, considera que América es suya, no sólo desde el Canal de Panamá hasta Groenlandia pasando por Canadá, que son las áreas de influencia que ha reclamado, sino que cuando habla del “hemisferio occidental” se refiere a toda América. Esto puede provocar tensiones con países que han pasado a ser dependientes del comercio con China.

Europa, que podría ofrecer un modelo democrático y de desarrollo más equilibrado, no parece tener la voluntad para jugar un papel en la región. Salvo España y Portugal, cuya influencia es más cultural que geopolítica, el Viejo Continente actúa con cautela. Y si sus capacidades militares siguen reducidas al mínimo, su voz será cada vez más irrelevante frente a los grandes bloques.

El pacto entre Trump y Putin inaugura una lógica distinta: ya no se trata de defender valores universales, sino de respetar espacios de influencia mutua. Para América Latina, esto significa que los principios democráticos serán negociables, que regímenes impresentables pasarán a ser aceptados y que la autonomía real dependerá más que nunca de su capacidad para defenderse sola, formar alianzas regionales y no convertirse en el botín de esta nueva guerra fría.