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Columna de John Müller: “Cuando el autoritarismo desfila con traje de gala”

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PAUTA
POR Equipo Radio Pauta |

China utilizó la conmemoración del fin de la Segunda Guerra Mundial para mostrar poder, reescribir la historia y evidenciar la fragilidad narrativa de las democracias.

El pasado 3 de septiembre, en Pekín, el régimen de Xi Jinping organizó un imponente desfile militar para conmemorar los 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero aquello no fue solo una efeméride con tanques y banderas: fue una sofisticada operación política y comunicacional. Una puesta en escena dirigida al mundo con tres mensajes claros: China ha reescrito su pasado tras la Segunda Guerra Mundial, abandona su doctrina pacifica de imponerse por el comercio y posiciona su modelo como alternativa de poder frente a unas democracias liberales en crisis.

Primero, la historia. Xi afirmó que la “guerra de resistencia del pueblo chino contra la agresión japonesa” fue clave para “salvar la civilización humana”. Pero la verdad histórica es más compleja. La China que resistió a Japón no fue la comunista fundada en 1949, sino la República de China, hoy confinada en Taiwán, liderada por el Kuomintang de Chiang Kai-shek con apoyo de Estados Unidos. Fueron los bombardeos atómicos de EE.UU. y la entrada de la URSS los que precipitaron la rendición japonesa.

Al igual que Putin en Rusia, Xi utiliza el pasado como herramienta de legitimación. Si Stalin “salvó” a Europa del nazismo, China, según esta narrativa, habría salvado al mundo del militarismo nipón. Esta reinterpretación no es inocente: busca dotar al Partido Comunista de una legitimidad histórica que no le corresponde.

El segundo mensaje es más inquietante: China ha abandonado su relato de ascenso pacífico a la primacía mundial. Desde Deng Xiaoping, Pekín insistía en que su único objetivo era desarrollarse en paz. Pero en esta ocasión, Xi mostró un arsenal ofensivo que incluye misiles balísticos intercontinentales, drones submarinos y tecnología hipersónica. En plena plaza de Tiananmén -símbolo de la represión de 1989- proclamó que “el Ejército Popular de Liberación siempre será una fuerza heroica en la que el Partido puede confiar plenamente”. Este no es un matiz retórico: es un cambio doctrinal. La disuasión ha sido sustituida por la proyección estratégica.

El tercer mensaje apunta a los que vivimos en democracias. Mientras Xi construye una narrativa nacional, épica y coherente, el presidente estadounidense Donald Trump respondía desde su red social con sarcasmos, enviando “saludos cordiales” a Xi, Putin y Kim Jong-un “mientras conspiran contra Estados Unidos”. En esta comparación, las democracias no solo parecen desordenadas, sino también ridículas.

Para países como Chile, que se esfuerzan por mantener una posición independiente en medio de las tensiones entre potencias, esta evolución no es un detalle menor. Pekín es nuestro principal socio comercial, pero también es un actor geopolítico que redefine las reglas. Su narrativa -de orden, eficacia y progreso- puede resultar atractiva en muchas regiones del mundo, especialmente donde la democracia se percibe como sinónimo de caos.

Por eso, no basta con tener razón: hay que saber contarla. El autoritarismo ha entendido que la estética, el relato y la coherencia simbólica importan. Las democracias, en cambio, parecen atrapadas en disputas internas, judicializaciones y polarización. El desfile de Xi fue una advertencia, y la reacción occidental sugiere que no estamos prestando suficiente atención. Si queremos defender la democracia, necesitamos más que argumentos: necesitamos narrativa, visión y claridad de propósito.