Columna de John Müller: “Entre imperios y bloques: ¿Qué lugar queda para Chile?”
“Cuando uno no está en la mesa de decisiones, es probable que sí esté en el menú”, escribe el columnista de Pauta.
El mundo vive una transición peligrosa. Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo aún no termina de nacer. Tras la Guerra Fría, se pensó que la democracia liberal y la economía de mercado se expandirían sin resistencia. Hoy, esa ilusión se desvanece: Naciones Unidas está paralizada, la democracia retrocede y las potencias emergentes reivindican un modelo basado en soberanías fuertes y bloques regionales.
Este escenario se parece cada vez más a la “paz de Westfalia”: Estados que se vigilan unos a otros, evitando que uno alcance la hegemonía, pero sin reglas claras ni instituciones fuertes. En esa lógica surgen los llamados “Estados civilizacionales”: Estados Unidos, China, Rusia, India y Brasil, capaces de proyectar su influencia más allá de sus fronteras inmediatas.
El riesgo para países medianos como Chile es evidente: quedar reducidos a simples espectadores en un juego que no controlan. Nuestro país depende de la estabilidad del comercio internacional: China es el principal socio comercial, mientras que los vínculos políticos y de seguridad se apoyan en Occidente. Esa doble dependencia se vuelve frágil cuando Washington y Pekín chocan en temas como Taiwán o la tecnología. Basta imaginar un bloqueo en el estrecho de Taiwán para entender la vulnerabilidad de una economía como la chilena, profundamente exportadora y ligada al transporte marítimo.
En este contexto, surgen preguntas incómodas: ¿Cómo evitar ser un simple espectador de la historia? ¿Qué estrategia puede dar a Chile una voz propia en un mundo de bloques?
La historia ofrece lecciones útiles. En los años 60, Eduardo Frei Montalva intentó que Chile no quedara reducido a la irrelevancia internacional. Promovió el Pacto Andino (1969), una integración subregional con Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia que buscaba darle escala a economías medianas frente a los gigantes del continente. También impulsó el Consenso de Viña del Mar, donde 21 países latinoamericanos unieron fuerzas para negociar mejores condiciones de acceso al mercado estadounidense. Fueron esfuerzos por actuar como bloque, antes de que la globalización pusiera a cada nación en relación directa con las superpotencias.
El cobre fue entonces la “viga maestra” de la estrategia chilena. La llamada “chilenización” del mineral debía financiar educación, vivienda y reforma agraria. Hoy, medio siglo después, el litio ocupa ese lugar: un recurso estratégico cuyo destino dependerá de cómo Chile logre insertarlo en cadenas globales de valor dominadas por grandes potencias.
Incluso en su cercanía con Washington, Frei supo marcar diferencias: se opuso a la intervención de Estados Unidos en República Dominicana (1965) y defendió la reforma de la OEA para enfocarla en el desarrollo y la justicia social. Es un recordatorio de que la autonomía relativa es posible, incluso para países que dependen de alianzas estratégicas.
La conclusión es clara: en un mundo de bloques, Chile no puede contentarse con ser un mero espectador. La neutralidad pasiva equivale a irrelevancia. La única alternativa es articular una política regional con sus vecinos, identificar sectores estratégicos donde tenga voz propia y, llegado el momento, tomar partido en las grandes disputas.
Llegado el momento de elegir -y Chile lo hizo en la Guerra Fría- hay que recordar que nadie es perfecto, ni Estados Unidos ni China. Ambos han cometido excesos, intervenciones y abusos. Pero hay diferencias sustantivas entre modelos: uno, con instituciones democráticas y Estado de derecho; otro, con vigilancia masiva y represión interna. Para un país como Chile, que se define como democracia abierta, esa decisión no es secundaria.
Estamos ante un mundo que se reorganiza en bloques, y los países medianos no pueden darse el lujo de la indiferencia. La pasividad puede sonar cómoda -“que nos dejen en paz”-, pero en un sistema de grandes potencias eso equivale a quedarse sin asiento en la mesa donde se reparten las cartas. Y cuando uno no está en la mesa, lo más probable es que esté en el menú.