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Romina reconoce a Romina

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POR Rafaela Lahore |

Este miércoles el Congreso aprobó la Ley de Identidad de Género. Durante años, Romina Zúñiga buscó cambiar su identidad legal, pero también su cuerpo. PAUTA la acompañó por meses durante el proceso de su operación.

Mientras espera el ascensor, Romina Zúñiga, de 28 años, se mueve con dificultad. Está de pie en un pasillo del Hospital Las Higueras, en Talcahuano, y en unos minutos tiene consulta en la sección de Urología. Es un mediodía de invierno lluvioso, y una señora desconocida, de unos 50 años, espera el ascensor junto a ella. La ve dolorida, y para llenar el tiempo de alguna forma, le pregunta:

—¿Te operaron?
—Sí —responde Romina.
—¿De qué? 
—Me hice una genitoplastia feminizante.

La mujer, desconcertada, quiere saber:

—¿Qué es eso?

Como si fuera la única respuesta posible, como si no pudiera ser de otra manera, Romina le contesta:

—Me cambié de sexo.

El ascensor no llega, así que decide subir por la escalera. La mirada de la señora la persigue hasta que desaparece.

***

Durante sus primeros años, la madre de Romina solía repetirle: camina bien, habla bien, compórtate bien. No así, tan femenina, tan delicada. Sin embargo, ella seguía jugando a las barbies, a la casita de muñecas, vistiéndose con blusas y vestidos de su hermana, imaginándose con un velo de novia. Todo mientras, en realidad, vivía como un niño en su casa de Puente Alto, junto a su madre —comerciante ambulante— y sus hermanas mayores. Su padre había desaparecido cuando tenía tres años.

Es fines de marzo y el otoño despunta, mientras Romina Zúñiga, ingeniera en construcción, está sentada a la mesa de un bar de Puente Alto. Desde hace tiempo su madre asumió verla así, como ahora: de pelo largo, alisado, calzas y polerón ajustado. Está ansiosa. Insiste en sus ganas de operarse, de cambiar para siempre su cuerpo, y calcula cuándo podría ser, en qué hospital. Mientras toma un jugo, habla de las listas de espera, de sus conversaciones con los médicos que, hasta el momento, no se han concretado en nada. 

A los 16 años su cambio fue radical: abandonó los estudios, confesó la transición que quería hacer, perdió a muchos de sus amigos. No sabía, entonces, que había una palabra que la definía. A los 18, después de trabajar seis meses en la construcción limpiando obras, se dejó crecer el pelo, entalló su ropa. A los 20, retomó los estudios en un colegio dos por uno, y se convirtió en la primera de su familia en estudiar una carrera: ganó una beca y cursó Ingeniería en Construcción en el DUOC. Por ese entonces encontró la palabra que necesitaba: era trans. Había descubierto que su cuerpo no correspondía con quien era. Algo no encajaba.

No ahora, pero en unos meses, ya operada, cuando se refiera a su pene, dirá:

—Era un quiste.

A los 25 años tuvo una segunda pubertad. Costeó como pudo un tratamiento hormonal y tres meses después los cambios se hicieron visibles: su cuerpo era menos musculoso, su cara más brillosa, más suave, menos vellosa. Los senos empezaron a crecer. Frente al espejo hizo todo lo que pudo para verse natural: pintarse los labios y los ojos, elegir cuidadosamente su ropa. No quería sentirse disfrazada.

—Yo no decidí ser trans. Descubrí ser trans —dice—. Tengo que lidiar con mi apariencia y para mí es súper complicado, porque físicamente no soy la persona que quisiera ser. 

Enseguida decidió ir un paso más allá: pasar por el quirófano para readecuar su sexo. Con el tiempo, de todas formas, se había ido convirtiendo en una parte muerta: el tratamiento hormonal lo marchitaba cada vez más.

—El tema de apariencia es para la sociedad. No es para mí. Una cirugía no me va a hacer sentir más mujer, pero sí más segura ante los otros —dice.

Romina no es la única que se siente así. En Chile no existen cifras sobre los trans, ya que no están codificados en el censo ni en otras encuestas públicas como la Casen. A nivel mundial las estimaciones varían, pero según el gobierno holandés cada 11.900 mujeres existe una mujer trans —es decir, alguien que nació con cuerpo masculino, pero se siente mujer— y un trans masculino por cada 30.400 hombres. En Chile son muy pocos los hospitales que ofrecen prestaciones para ellos y quienes quedan fuera de su cobertura solo pueden acceder a ellas de forma privada.

En Santiago, el precursor fue el hospital Sotero del Río, que en 2017 inauguró un Programa de Identidad de Género multidisciplinario, que incluye endocrinólogos, fonoaudiólogos y sicólogos. El doctor José Luis Contreras, de 57 años, es quien lo lidera. Sentado en su consultorio, asegura que el programa busca contrarrestar un sistema de salud que atiende peor a quienes más lo necesitan.

—Este hospital es el más grande del país y tiene que dar respuesta a las necesidades sanitarias de toda la población —dice Contreras—. Eso incluye a los grupos minoritarios, que siempre han estado al margen de los beneficios.

El Hospital Las Higueras de Talcahuano es uno de los pocos en que se realizan operaciones de readecuación sexual en Chile. Crédito: Hospital Las Higueras.

Romina fue una de las primeras pacientes del programa. Allí recibió hormonas de forma gratuita, pero cuando quiso hacerse una operación de readecuación de sexo, no encontró demasiadas opciones: en Chile se realizan en Las Higueras de Talcahuano, en el Van Buren de Valparaíso, en el Hospital de La Serena y en el de Osorno. En cada centro, los cupos anuales no superan la docena.

—Es bastante indigno que tan pocos hospitales en el país cuenten con este tipo de programas y solo cuatro con prestaciones quirúrgicas —dice Romina—. La realidad trans no está limitada a ciertas comunas o a cuestiones culturales, políticas o económicas. En todas las regiones hay personas trans. Para el resto de las patologías existen especialistas en todos los hospitales, y más allá de que esto esté despatologizado, es una necesidad.

***

Desde 2010, Romina se hacía llamar Romina, pero su nombre anterior sobrevivía en su documento. Por eso, con la ayuda de la Clínica Jurídica de la Universidad de Chile, en 2015 fue a un tribunal civil para cambiarlo. Presentó una historia de vida, testigos que acreditaban que usaba ese nombre desde hacía cinco años. Fue al Servicio Médico Legal, se sometió a una pericia siquiátrica, dejó que, desnuda, revisaran su cuerpo. A fines del 2016 lo logró: recibió un documento con su nuevo nombre. Romina no sabe por qué se hacía llamar Romina, no sabe de dónde vino, por qué ese nombre, solo que le pareció femenino, y lo adoptó como suyo.

Esta semana se aprobó en el Congreso la “Ley de Identidad de Género”, que ingresó al Senado en 2013 y que ahora fue impulsada por la administración de Sebastián Piñera. La ley permite que el cambio de identidad para los mayores de 18 años sea más sencillo: que pase de ser un proceso judicial a un trámite administrativo que pueda realizarse en el Registro Civil. El Presidente tiene 30 días para realizar observaciones. En el caso de que no lo haga, la ley se considera aprobada. Para los adolescentes entre 14 y 18 años, el cambio de identidad debe ser solicitado por sus representantes legales ante un tribunal de familia y la sentencia debe considerar su opinión. El cambio de identidad para los menores de 14 años fue rechazado. Todo este tema, sin embargo, levantó un amplio debate en el país.

Con el paso de los años, Romina se siguió alejando del niño que había sido alguna vez. Del niño del que no conserva ninguna fotografía y que, poco a poco, se ha ido borrando como la imagen de un sueño. Ese niño que ahora, en un día incipiente de otoño, ella invoca como si fuera un ser extraño, querido, abandonado. 

—Pablo era un niño que nació con aparato reproductor masculino, que fue estigmatizado con un nombre masculino, que fue al colegio disfrazado como hombre, que fue maltratado física y emocionalmente. Romina es una mujer empoderada, segura, inteligente, carismática, que se proyecta a futuro, que se ama a sí misma, que no se cuestiona las cosas, que no se reprime de nada. No es que me avergüence, pero son dos personas distintas, de verdad. No hay algo que nos familiarice, aunque varias veces he llorado cuando he hablado sobre él —dice y se queda unos segundos en silencio—. Pablo es un niño que me da pena.

Esta vez también se le caen algunas lágrimas, que se seca con el dedo, que se mezclan un poco con su maquillaje.

***

Romina está en un pasillo del Hospital Las Higueras, frente a una puerta que dice “Urología”. Durante este mediodía invernal, mira por la ventana un pozo gigante en la tierra, sobre el que se está construyendo una ampliación del hospital. Mira el trabajo de los obreros, las máquinas bajo el cielo gris y chispeante. Ese es el mundo al que quiere volver. Después de haber estado desempleada durante varios meses, desde junio trabaja en un call center, pero, entusiasmada, dice que quiere hacerlo en el área que estudió, en la construcción. Se le ha hecho difícil. Quizás, cree, por su apariencia. Cada cierto tiempo, vuelve a mirar hacia adentro del hospital, hacia una mujer que abre la puerta y, con la vista fija en un papel, llama al próximo paciente.

—¡Romina Zúñiga!— grita ahora, y Romina se hunde en el pasillo.

En un consultorio de paredes verdes, aparece el doctor Rodrigo Baeza, de 40 años, túnica blanca y pelo corto. Fue quien operó a Romina hace dos semanas y hoy quiere asegurarse de que la herida cicatriza sin problemas. Es uno de los poquísimos cirujanos —no más de cinco— que son capaces de realizar una genitoplastia feminizante en Chile. Baeza se formó en el Hospital Carlos Van Buren, de Valparaíso, y allí aprendió cómo hacer esta cirugía compleja. Lo aprendió del doctor Guillermo Mac Millan, la mayor eminencia chilena en el tema, quien durante 40 años ha hecho más de 300 operaciones.

—Para mí era una de las cirugías que hacían los urólogos —dice Baeza—. Después me sorprendí de que en el Van Buren era el único lugar de Chile en que ocurría.

Cuando Baeza llegó al Hospital Las Higueras en 2013 se convirtió en el precursor de un programa para pacientes trans. A pesar de las resistencias iniciales, creó un equipo para atenderlos y operarlos, y esa mañana acaba de hacer su cirugía número 33. En la actualidad, en el hospital se hacen 10 operaciones por año. De esas, solo dos son para personas de afuera de Talcahuano.

El doctor Rodrigo Baeza en los pasillos del Hospital Talcahuano. Crédito: PAUTA.cl

Sentado frente a su escritorio, Baeza explica que los requisitos para acceder a una readecuación de sexo son, básicamente, tres: vivir en el género asignado durante al menos 12 meses, llevar un tratamiento hormonal durante el mismo tiempo, y someterse a una evaluación sicológica de parte de dos profesionales de salud independientes. Esto, aclara, es sobre todo para acompañar a los pacientes durante la transición. La lista de espera es cercana a un año y medio, pero la mayoría de los pacientes ha esperado mucho más. Baeza cuenta que desde que ha comenzado este programa ha operado a trans de casi 50 años.

—Este es el resultado de dos cirugías —dice, y muestra las imágenes en su notebook.

La operación es compleja y tarda unas cinco horas. Con el tiempo, la nueva cavidad tiende a cerrarse naturalmente y para eso es necesario dilatar la zona, especialmente durante el primer año. 

—Los pacientes refieren que tienen una actividad sexual placentera, con sensibilidad satisfactoria y capacidad orgásmica —explica.

Si bien los profesionales no han sido formados en transexualidad, varios se han sumado a este programa del hospital, pero los esfuerzos, aclara Baeza, siempre son una política personal, no de Estado. En el caso del Hospital Las Higueras, así como en el resto de los hospitales, dependen del apoyo del director del centro para funcionar. Es el mismo centro el que pone los recursos para costear las operaciones. Al no ser un programa que esté institucionalizado es, asegura, frágil.

—El ministerio no ha hecho nada —dice Rodrigo Baeza—, porque si Fonasa hubiera resuelto tener una codificación para esta cirugía, no sería un problema. Si hubiera un código, al hospital le llegaría dinero, mientras que cada cirugía que hago, al no tener código, no existe. Es como inventada, y al hospital no le llegan recursos.

Durante más de una semana, PAUTA.cl intentó tener la visión de la Subsecretaría de Redes Asistenciales del Ministerio de Salud, quienes finalmente no hicieron ninguna declaración al respecto.

El doctor asegura que los avances para atender a la población trans en Chile son incipientes. Ni siquiera, dice, se ha logrado respetar lo más básico: una circular del Minsal del 2012 que exige que todos los centros de salud utilicen el nombre social de las personas trans, y no el de su documento. Para seguir avanzando en la inclusión, Baeza tiene algunas propuestas, como crear una red de hospitales que colaboren entre sí.

—Los pacientes siguen sufriendo y no podemos seguir esperando a que el gobierno haga algo. Estos pacientes son los desvalidos, los ignorados, los transparentes para el servicio público.

***

Cuando Romina despertó, sintió la boca seca y amarga. Era el lunes 23 de julio, cerca de las dos de la tarde, y acababa de ser operada. Estaba tendida en la cama del hospital y, a pesar de las náuseas, del malestar, juntó fuerzas para hacer una sola cosa: se miró entre las piernas. Vio la piel roja, inflamada, vio las costuras, pero sobre todo la nueva parte de su cuerpo, esa que tanto había querido, y, satisfecha, cayó dormida de nuevo.

Todo había sucedido más rápido de lo que se imaginaba. La llamada del hospital, el miércoles anterior; sacar el pasaje a Talcahuano para la medianoche del jueves; apurada, armar el bolso al volver del trabajo; viajar sola, en bus, durante la madrugada del viernes. Su madre no había podido acompañarla porque tenía que cuidar a sus nietos y a su padre.

Tres meses antes Romina se había puesto en contacto con el Hospital Las Higueras, y había quedado en la lista de espera para la cirugía. Todo parecía indicar que le tocaría a fin de año. Sin embargo, quienes estaban antes, por distintos motivos —enfermedades, viajes— no estaban en condiciones de operarse. A Romina le sorprendió la llamada. Sabía que solo cinco días después iban a operarla, que solo cinco días después su cuerpo sería, al fin, como quería.

Romina Zúñiga. Crédito: PAUTA.cl

Los primeros días luego de la cirugía los pasó acostada, adolorida, recibiendo curaciones. El segundo día juntó las fuerzas para pararse. El tercer día quiso ir sola al baño y se desmayó. Todos los días, dice, lloró de emoción. Durante esa semana la llamaron, cuenta ahora, algo orgullosa, varios de sus ex.

—Pensaba en todo lo que me había hecho sentir mal o que me había mantenido cautelosa. Recordaba escenas. Por suerte, ya voy a poder ponerme un bikini tranquila —dice—.

Ahora, dos semanas después, recuerda una imagen: ella está sentada en la cama del hospital usando pañales, todavía tratando de acostumbrarse a su nuevo cuerpo. Dice que eso le resultaba natural, porque así se sentía: como si acabara de nacer.

—Esta es la Romina que debió haber nacido —dice—. Así debí haber sido desde el día uno.

Desde ese día de invierno, y a pesar de la paradoja, por primera vez se sentía completa.

***

En Talcahuano el cielo está blanco. Llueve. Romina acaba de llegar del hospital a la Casa de Acogida, un alojamiento que facilita el hospital para los pacientes que no son de la zona y que no pueden costear un hospedaje. Allí vivirá estas semanas de controles, hasta que pueda volver a su casa en Puente Alto.

Romina entra a su pequeño cuarto, en el que solo caben dos camas y un velador. Sobre él hay una caja de té, un perfume, máscara de pestañas, un envase de hormonas en gel, un cepillo de pelo rosado. También hay un paquete con ocho toallas femeninas que muestra como un objeto extraño, mientras dice que se demoró para elegirlas, porque había tantas marcas, tantos tipos, que no sabía cuáles eran mejores. Las necesita durante estas semanas por la operación. En algún lado también hay un espejo, más pequeño que su mano, que usa para mirar la nueva parte de su cuerpo.

—Es como cuando tenías una Barbie de chica y la dejabas guardada —dice, entusiasmada—. Después abrías los ojos y lo primero que querías hacer era ir a verla. Ahora tengo la misma sensación.

Mientras cuenta emocionada los cambios por los que está pasando, su madre prepara el almuerzo en la cocina: consomé y arroz con pollo. Llegó esa misma mañana para acompañarla y se quedará tres días. A 500 kilómetros de su casa, es la única visita que Romina ha tenido. 

Unas horas después, Romina se sienta en el sofá negro del living. Sus pestañas pintadas, sus mejillas pronunciadas, se iluminan bajo las luces suaves y amarillas del techo. Su mirada se pierde del otro lado de la ventana empañada, donde la lluvia cae horizontal.

—El día anterior a la operación me encontré una chica embarazada en una farmacia. Le pregunté si esperaba un niño y me respondió que sí. Me dijo que lo iba a llamar Vicente. “Ponle Pablo”, le dije, “porque mañana esa persona va a morir para siempre”. Le pedí que le diera vida a ese nombre, porque Pablo no tenía la culpa —dice y llora—. Él debió haber sido llamado Romina. Eso fue lo último que pensé al entrar al pabellón: hoy muere Pablo.

Unos segundos después, bajo los focos fuertes de la sala de cirugía, rodeada de rostros desconocidos, la anestesia hizo efecto. Y entonces, todo se desvaneció.