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Novelas imperdibles de Philip Roth, el gran narrador norteamericano

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PAUTA.cl
POR Eduardo Olivares |

La muerte de Philip Roth permite traer a la vida obras que ya son clásicos, como Pastoral americana, La mancha humana y La conjura contra América. Aquí ofrecemos una lista.

“Cojo frases y le doy vueltas. Eso es mi vida. Escribo una frase y le doy una vuelta. Luego la miro y le doy otra vuelta. Luego como algo. Luego vuelvo y escribo otra frase. Luego tomo el té y le doy una vuelta a la nueva frase. Luego vuelvo a leer ambas frases y sigo dándoles vueltas. Luego me echo en el sofá y pienso un poco. Luego me levanto, lo tiro todo a la papelera y empiezo desde el principio”.

Lo anterior lo escribió Philip Roth, el novelista norteamericano muerto este 22 de mayo en Nueva York, pero quien lo dice es E. I. Lonoff, el afamado escritor que vive en una casa campestre en los Berkshires de Nueva Inglaterra, pero en realidad esas palabras las recita Nathan Zuckerman, el narrador que visita a Lonoff para aprender de él y recuerda ese momento ocurrido hace más de 20 años. No es tan enredado. Todo está en La visita del maestro (en el original es The Ghost Writer o “El escritor fantasma”), la primera novela donde aparece el alter ego de Roth, Nathan Zuckerman. 

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Philip Roth (1933-2018)

Lo de Lonoff, o lo que recuerda Zuckerman de Lonoff, o lo que Roth hace que Zuckerman diga sobre Lonoff, es un artificio. El oficio del escritor es un dar vueltas y vueltas sobre los mismos temas de siempre, pero los genios literarios son aquellos cuyas vueltas muelen a palos esos temas de siempre para que parezcan nuevos. Le ocurrió a Newark, una pálida ciudad en el estado de Nueva Jersey, donde sucede que nació Roth en 1933, donde ocurre que Roth observó el auge y caída de una sociedad enfrentada a la modernidad del siglo XX, y una ciudad a la que Roth convirtió en territorio literario universal. Qué suerte la de Newark. 

Una primera aproximación

Cómo dejar de lado su debut literario, Goodbye, Columbus (publicada en 1959, precio normal de $9.000 en librerías). A través de seis piezas (la primera y la más extensa se llama así, “Goodbye, Columbus”), Roth, judío él, se ríe de la propia comunidad judío-americana. Ese humor sobre sí mismo, sobre sí mismos, se repetirá en prácticamente todos los hilos de sus historias en las décadas venideras, porque a los temas vaya que les daba vueltas y vueltas.

Se podría hablar también de El mal de Portnoy (1969, $8.000), ese retrato en clave onanista que reflejó la represión (con muchos adjetivos) de una comunidad asfixiada por las reglas conservadoras de su religión. Con esa obra Roth conoció el éxito de público: se apuntó como el título más vendido de la lista de best-sellers de The New York Times de 1969.

También salta con propiedad La contravida (1986, $9.000) todo un experimento estilístico donde Zuckerman enfrenta la muerte de su hermano y hasta la propia a través de cartas póstumas que juegan con el lector. Se puede sumar El Teatro de Sabbath (1995, $15.920), sobre un titiritero libidinoso que no es más que una mueca de títere, o el divertimento contra lo políticamente correcto de Me casé con un comunista (1998, $9.000), donde Zuckerman desentraña una historia dentro de otra historia y desentierra secretos que a veces ni los protagonistas valoran (para morbosa gracia del lector).

¿Y qué hay de El animal moribundo (2001, $7.000)? En esta novela despide al profesor de literatura David Kepesh (protagonista de otras dos novelas previas, El pecho y El profesor del deseo) como un personaje senescente y mutilado de su vigor. Un viejo, en esta obra, es un animal lleno de energía cuyo cuerpo no le responde. Kepesh es un septuagenario que recuerda al hombre sexagenario que aún fanfarroneaba, que se enorgullecía de su atracción por las jóvenes, por ese libido que le daba un último respiro erótico con la estudiante Consuelo Castillo, de 24 años. Pero Roth golpea a Kepesh, golpea la vejez, o su relación con el sexo y con la sociedad que subyuga a las mujeres como objetos. Pues el decadente Kepesh, ya despojado del animal cazador que fue, simboliza la propia decadencia masculina.

Se habla tanto de que una de las aficiones de Roth es rescatar los oficios. Es verdad: retrata a carniceros, a fabricantes de guantes, al titiritero, por cierto a escritores. Pero Roth es otro: judío tildado de antisemita, joven que se burla de la adolescencia, narrador que narra sobre narradores, persona mayor que se mofa de la ancianidad, hombre devenido en feminista aventajado. Rebana en la pasada a los intelectuales, a sus pares, porque total qué le importan, si de eso al fin se trata darle vueltas a las letras.

En este in memoriam destacaremos a continuación seis hitos literarios de Roth, varias de ellos con Zuckerman, otros sin él, para quien desee resucitar al último escritor de la lista histórica de creadores que pudieron hacer brillar al Nobel de Literatura si la academia sueca hubiese estado a la altura de condecorarlos.

En orden cronológico de publicación:

1. Cuando ella era buena

(1967, US$ 24)

Es la historia de una mujer, o de esa mujer en un contexto opresivo, o más bien de la sociedad agarrada a ella como las larvas a un cuerpo en descomposición. Lucy Nelson tiene una vida que se desmorona, pero eso es un decir: se desmorona aquello que ha estado arriba, pero lo de Lucy resulta difícil de identificar como un estado. Es un flujo. Con un padre encarcelado, un esposo infantil, un abuelo encerrado en sus propios traumas (así comienza la novela, con la historia del abuelo Willard de niño soñando con ser civilizado más que con tener fortuna), los hombres se van atravesando por la vida de Lucy como el fango que arrastra. Para los tiempos en que Roth la publicó (1967), la ola feminista de los años 60 estaba ya en marcha y esta novela decodifica parte de ese fenómeno.

Cuando ella era buena es la única obra de Roth protagonizada por una mujer, que no es lo mismo que decir que es la única novela que alerta sobre el trato a las mujeres. No se debe exagerar: Roth no es un feminista, pero tanto aquí, con un tono más naturalista, como en sus ficciones posteriores, este escritor machaca la masculinidad. No es sólo que Lucy termine en una tumba (eso se sabe en la sexta página del primer capítulo), sino la libertad de Lucy como símbolo de un grito que todos oyen y nadie escucha.

En un episodio relevante de la novela, Lucy Nelson asiste temerosa al médico porque se enteró de que está embarazada. Le pide un aborto. Él no se inmuta y, en cambio, le pregunta sobre el amor de su pareja. 

El médico volvió a levantar las gafas. Su rostro era grande, arrugado y amistoso… Se notaba que tenía una familia a la que quería, una casa bonita y una vida serena y placentera.

—Si el joven quiere casarse contigo…

—¿Y qué? ¿Y qué sucede si quiere hacerlo?

—Bueno, opino que eso es algo que, al menos, debemos tener en cuenta. ¿No estás de acuerdo?

Confusa, Lucy replicó:

—No le entiendo—. Era verdad que no le había comprendido.

—Sus sentimientos son algo que debe ser tenido en cuenta: su amor hacia ti. 

Lucy negaba con la cabeza. Él no la quería. Solo le cantaba estúpidas canciones al oído.

—… lo que él quiere —decía el médico—, y también lo que él espera.

—Pero él no sabe lo que quiere.

—Dices que quiere casarse contigo.

—Oh, no me refería a eso. ¡Dice cosas, pero ni siquiera sabe lo que dice! Doctor… por favor, tiene usted razón, no quiero casarme con él. No quiero mentirle. ¡Odio las mentiras, no miento nunca, esa es la verdad! Por favor, cientos y cientos de chicas hacen lo que yo he hecho. ¡Y lo hacen con varias personas!

—Quizás no deberían hacerlo.

—¡Pero yo no soy mala! —No podía evitarlo, era la verdad—. ¡Soy buena!


Cuando ella era buena (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Debolsillo, 2007. Página 164

En otro momento determinante, Roth describe una escena entre Lucy y su pareja, el inmaduro Roy, en que ella lo impreca por su irresponsabilidad. De ese modo Roth reescribe qué ocurre cuando la decepción, la frustración y la impotencia se juntan:

En aquel momento Lucy lloró con tal intensidad que le pareció que sus órganos se iban a desprender de su cuerpo. Sonidos que parecían brotar no de su cuerpo, sino de los intersticios de su cráneo, emergían por los agujeros de su nariz y la boca. Cerró los ojos con tanta fuerza que entre los pómulos y las sienes se formó un fino surco por donde corrían las lágrimas calientes. Tenía la impresión de que nunca dejaría de llorar. Y no le importaba. ¿Qué otra cosa podía hacer?


Cuando ella era buena (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Debolsillo, 2007. Página 298

2. Zuckerman encadenado

(1985, $6.630)

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Esta recomendación viene con dos pequeñas añadiduras, porque hablamos de una obra para hablar de más.

Primera añadidura: se trata de un título que compila una trilogía de novelas cortas (la ya reseñada La visita al maestro, publicada en 1976; Zuckerman desencadenado, en 1981; La lección de anatomía, en 1983) más otra nouvelle tipo epílogo llamada La orgía de Praga (1985).

La historia de la trilogía hilvana el tránsito de un joven Nathan Zuckerman, de ascendente fama, que busca un modelo en E. I. Lonoff a quien pronto descubrirá en sus contornos. De hecho, muy pronto el interés de Zuckerman se volcará a las mujeres que habitan esa casa de campo: Hope Lonoff y especialmente Amy Bellette, quien se insinúa podría ser Ana Frank que, en vez de muerta en un campo de concentración, ha huido a Estados Unidos luego del Holocausto.

En la segunda historia, Zuckerman debe volcarse hacia su meteórica fama tras la publicación de un libro ampliamente aclamado. Es, asimismo, una historia sobre la paternidad, o al menos cómo Zuckerman se observa como hijo y las disonancias que emergen de la tradición judío-americana en esta familia. Como sería recurrente, Roth digita en Nathan Zuckerman ese personaje contrariado entre lo judío, lo estadounidense, lo universal y el resultado de la mezcla de todo lo anterior. A eso que se le llama “crisis de identidad” cuando en realidad es simplemente “identidad”.

—Ésta es la canción —decía el doctor Zuckerman— que pondrá al Estado de Israel en el mapa.

Desgraciadamente, Zuckerman estaba entonces estudiando contrapunto en su clase de Humanidades, de modo que cuando su padre, durante una cena, cometió el error de solicitar cordialmente la opinión musical de su hijo, éste le repuso que el futuro de Israel vendría determinado por la interacción de las grandes potencias, y no por el procedimiento de suministrar ‘kitsch judío’ a los gentiles. Lo cual dio lugar a que el doctor Zuckerman diera un puñetazo en la mesa:

—¡Ahí te equivocas! ¡Ahí es exactamente donde se nota que no comprendes los sentimientos de la gente normal!


Zuckerman desencadenado, en Zuckerman encadenado (Ramón Buenaventura, trad.). Barcelona: Seix Barral, 2005, página 213

En el tercer relato largo de esta trilogía, La lección de anatomía, un Zuckerman ya de mediana edad queda agarrotado por un dolor que le impide crear y mucho menos disfrutar de la vida. Es el ejemplo en serie de una derrota moral llevada como carga del cuerpo. También, sin embargo, es una ácida crítica a la corrección. Zuckerman es cierto que es famoso, pero también es detestado por feministas. Su novela, la de Zuckerman, llamada “Carnovsky”, una obra que se supone satírica, sería una suerte de representación novelesca de la novela El mal de Portnoy, de Roth, el escritor de verdad, que sobrevaloraría según un sector del feminismo el placer masculino en directa proporción con la minusvaloración de las mujeres.

Por eso Zuckerman —asumamos que es el alter ego de Roth— estruja su dolor físico como síntoma de lo que observa como una incompresión social. Después de todo, ¡”Carnovsky” es una sátira! Roth, entonces, satiriza y se satiriza: Zuckerman lee un catálogo de una facultad de medicina, observa las asignaturas de obstetricia y ginecología y piensa qué sería estudiar todo eso:

Bueno, ello aportaría un nuevo punto de vista a una vieja obsesión. Lo que es más: se lo debía a las mujeres, por haber escrito Carnovsky. Por lo que había leído en las reseñas de las revistas feministas, en cuanto las militantes tomaran Washington y emprendieran la tarea de guillotinar a los mil misóginos más destacados del mundo de las artes, lo único que le cabía esperar era un retrato suyo en las estafetas de correos, junto a la foto del marqués de Sade. Era un sector en que no había salido mejor parado que con los judíos que reprobaban su obra. Peor. Lo sacaron en la portada de una de sus revistas. ¿POR QUÉ ODIA ESTE HOMBRE A LAS MUJERES? Iban en serio, las chicas, querían sangre.


La lección de anatomía, en Zuckerman encadenado (Ramón Buenaventura, trad.). Barcelona: Seix Barral, 2005, página 412.

El epílogo La orgía de Praga dista del resto del conjunto y más parece un spin-off sobre un extraño viaje a la capital checa, sumida en el comunismo soviético, y una rara misión que el mismo Zuckerman lleva adelante.

Segunda añadidura: no se puede hablar de Zuckerman encadenado sin mencionar Sale el espectro (2007, $11.280 envío incluido), por al menos dos motivos. Primero, es la última obra con Zuckerman de protagonista, de modo tal que debería hablarse de “Sale Zuckerman”.

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Y segundo, porque en esta novela Zuckerman vuelve a ver a Amy Bellette, esa lejana musa que vivía con el maestro Lonoff. Ni Zuckerman ni Bellette son naturalmente los mismos. Ya son viejos y, como sucedería con la etapa literaria final de Roth, la ancianidad es tanto una etapa como un castigo. Zuckerman idealiza la juventud, que en esta novela la representan una escritora prometedora, Jamie Logan, y un insolente y fabulador biógrafo de Lonoff, Richard Kliman. Así, en una contraposición entre la jovialidad encantadora de Jamie y la amenazante de Kliman, Roth, a través de Zuckerman, se retuerce en su impotencia:

No podía soportarle. No podía soportar su energía de mozarrón, su petulante seguridad en sí mismo y su enorgullecimiento por ser un entusiasta narrador de historias. Tenerlo tan cerca era agobiante […] Pero si me proponía hacer cuanto pudiera hacerse para impedir que Kliman se convirtiera en el biógrafo de Lonoff, tendría que suprimir aquel impulso creciente y menguante de subir al coche y regresar a los Berkshires. Tendría que esperar y ver qué próxima ocurrencia imaginaba él que redundaría en beneficio de sus intereses. Como en los últimos años casi me había olvidado de cómo abordar frontalmente el antagonismo, me dije que no debía subestimar la astucia de un adversario solo porque se disfrazara de géiser charlatán.


Sale el espectro (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Mondadori, 2008. Páginas 231-232

3. Pastoral americana

(1997, $9.000)

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Cuando se apilen los libros “definitivos” de la literatura que retrató mejor al Estados Unidos del siglo XX, Pastoral americana estará allí, entre El gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald), El ruido y la furia (William Faulkner), Las uvas de la ira (John Steinbeck), El color púrpura (Alice Walker) o El guardián entre el centeno (J.D. Salinger).

Pastoral americana es una obra de muchos dobleces. El primero, cómo no, es la historia de Zuckerman sumergido, para variar, en la historia de otros. Es una historia de intrusión, otra más de Roth. Zuckerman se inmiscuye en la vida de su excompañero de colegio Seymour “Sueco” Levov, un tipo sano, deportista, trabajador. Todo un buen hombre de familia de un barrio en Newark, Nueva Jersey. El ejemplo del Estados Unidos decente, bienintencionado, de las reglas correctas. Sigue un oficio heredado de su padre, como fabricante de guantes, y aprendemos con Roth (¿o Zuckerman?) desde cómo seleccionar el cuero de un guante hasta cómo las costuras deben danzar por los contornos de los pliegues para acomodarse a los dedos. Pero Levov, un judío-americano ejemplar, descendiente de inmigrantes como casi todos los estadounidenses, es, cómo no, también un drama humano. Comedia y tragedia.

El negocio de los guantes desfallece. La mujer de Levov, una ex Miss Nueva Jersey, desaparece. En un Estados Unidos a tropiezos consigo mismo entre la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam, cuando “los norteamericanos no sólo nos gobernábamos a nosotros mismos, sino también a unos doscientos millones de personas en Italia, Austria, Alemania y Japón”, como recuerda Zuckerman haber recitado en un discurso por el 45º aniversario de su egreso del instituto, aunque no lo pronunciara sino ante nadie más que sí mismo.

Es el Sueco Levov el protagonista, cuya estampa jovial se mantiene radiante a sus setenta y tantos años. Le pide una reunión a Zuckerman para que le ayude a redactar unas palabras ante el fallecimiento del padre de Levov, Lou. Zuckerman acepta no por compasión, no por amistad, sino por cruel curiosidad. Pero ahí lucía Levov, el Sueco Levov perfecto hasta el hartazgo, como trasluce Zuckerman al describir su sonrisa:

Como cree cualquiera con más de diez años de edad, uno puede sojuzgar con una sonrisa, incluso con una sonrisa tan amable y cálida, todas las cosas capaces de irritarle, con una sonrisa puede mantenerlo todo unido cuando el fuerte brazo de lo imprevisto descarga un golpe sobre su cabeza. Pensé de nuevo que tal vez sufría un desequilibrio mental y que la sonrisa podría ser un signo de ese trastorno. No se trataba de una sonrisa simulada, y eso era lo peor de todo; no era insincera, el Sueco no imitaba nada. Aquella caricatura era la realidad, a la que había llegado espontáneamente después de haber penetrado durante toda una vida cada vez más profundamente en… ¿qué?


Pastoral americana (Jordi Fibla, trad.). Barcelona: Debolsillo, 2005. Páginas 54-55

¿Era esa sonrisa sincera, caricaturesca para cualquiera que la viera sin conocer a Levov, una representación de ese Estados Unidos redentor de la humanidad? ¿Del Estados Unidos masculino y sobreprotector? ¿Lo sería hoy también?

Levov, como podrá verse, esconde su secreto. Un secreto que todos conocen, así que es más un trauma. Su vida perfecta, su sonrisa sincera, encierra en su historia esa hija imperfecta, Merry, que trizará los destinos de su familia, de sus sueños juveniles y de la vida como se supone que debía ser. Ella es la responsable de bombazos que han matado a inocentes. Su padre la encuentra. Está escondida, fugitiva, casi evanescente.

Se había convertido en jainita. Su padre desconocía el significado de esa palabra hasta que ella, hablando con fluidez, como si entonara un cántico (la misma manera de hablar sin obstáculos que habría empleado en casa de haber sido capaz de dominar su tartamudez mientras vivía bajo la custodia de sus padres) se lo explicó pacientemente. Los jainitas eran una secta religiosa india relativamente pequeña, y él aceptó esto como un hecho, pero no podía estar seguro de si las prácticas de Merry eran propias de la secta o las había ideado ella misma, por más que ella afirmara que todo cuanto hacía era una expresión de su creencia religiosa. Llevaba el velo para no perjudicar a los organismos microscópicos que viven en el aire que respiramos. No se bañaba porque reverenciaba toda la vida, incluida la de los parásitos. No se bañaba, según decía, para ‘no hacer daño al agua’. No caminaba de noche, ni siquiera se movía en su habitación, porque temía pisotear a algún ser vivo.


Pastoral americana (Jordi Fibla, trad.). Barcelona: Debolsillo, 2005. Página 289

Pero el Sueco Levov, como se irá descubriendo, no puede ser una estatua. No es posible que exista tal ser en la Tierra. Porque aunque no diga ni haga, incluso el Sueco Levov puede pecar de pensamiento. Como cualquier buen ciudadano de Estados Unidos que va al supermercado, conversa con sus vecinos y también vota.

4. La mancha humana

(2000, $16.870 envío incluido)

La exquisita tendencia de Roth de reírse de lo políticamente correcto convierte a La mancha humana es un trazo siempre actual. ¿Acaso no hacen eso las obras maestras? ¿Por qué si no se puede leer El corazón en las tinieblas (Joseph Conrad) para reflexionar siempre sobre la alienación y la guerra o, para cualquier efecto, Bartleby, el escribiente (Herman Melville) sobre la desolación y la burocracia? 

En La mancha humana reaparece Zuckerman. Describe lo que ve, primero; luego lo que le cuenta el profesor de literatura Coleman Silk, y al final termina elucubrando como buen narrador omnisciente. Una capa sobre otra, es la historia de una mentira que, como daño colateral, arrastra verdades que aparecían en el margen y sin embargo Zuckerman, o Roth que es lo mismo, las trae al centro.

Ya en la segunda página nos enteramos del contexto de la época: el escándalo sexual entre el Presidente de Estados Unidos de entonces, Bill Clinton, y la becaria Monica Lewinsky. El país está conmocionado por relatos sobre la oficina oval y unos puros. Aguijoneado por esa exquisita hipocresía social, Roth hunde sus dedos en esta historia que de alguna manera completa una trilogía junto con Pastoral americana y Me casé con un comunista.

En esta novela, Silk es un respetado profesor de una universidad en los Berkshires, Nueva Inglaterra, donde ocurre que es vecino de Zuckerman. En la misma zona donde vivía E. I. Lonoff (el de La visita del maestro). Acude a Zuckerman porque el profesor Silk, una autoridad en literatura clásica, ha sido forzado a renunciar a su cátedra y a la misma universidad de Atenas. Todo porque, según él cuenta, cansado de la inasistencia de dos estudiantes de quienes solamente conocía sus nombres, los llama “fantasmas”. En inglés el término es spooks, que aunque en español se traduce como “fantasmas” o “espectros”, tiene en su idioma original además una connotación racista en contra de las personas negras. Nadie le cree al profesor Silk, un hombre… blanco y judío.

Debido al escándalo de los spooks, la mujer de Silk muere de un ataque cardíaco. Él, al menos, relaciona ambos hechos. Alejado de sus hijos, el retirado profesor inicia una relación con una mujer menor a él, Faunia Farley, en sus treinta, portera en la misma institución académica. Y entonces, como si ser acusado de racista no fuera suficiente, a Silk le llegan mensajes anónimos denunciándolo como un abusador de mujeres jóvenes. Coleman Silk cree que la autora es Delphine Roux, una feminista que le hace la guerra en la facultad. De todo eso se entera Zuckerman cuando lee el anónimo:

Todos saben que usted está

explotando sexualmente a una

mujer abusada y analfabeta

de la mitad de su

edad

Mientras sostuve la carta en mi mano y tan cuidadosamente como pude —tal como Coleman me lo haría hacer— analicé la elección de palabras y sus trazos lineales como si no hubieran estado compuestos por Delphine Roux sino por Emily Dickinson…


The Human Stain. (traducción propia). Nueva York: Houghton Mifflin Company, 2000. Páginas 39-40

Roth vuelve a su crítica de lo políticamente correcto. Se enfrenta no solo contra la sensibilidad del racismo, sino también contra una cierta corriente feminista (representada por Delphine Roux) que arrasa en su trato condescediente a Faunia Farley (analfabeta, portera) su propia deriva moral. Pero Coleman Silk es un personaje complejo que no tiene tampoco de dónde exhibirse como tótem moral. (Esa erosión moral parece conectar bien a Coleman Silk con el personaje del profesor sudafricano de inglés David Lurie, en Disgrace, de J.M. Coetzee).

En un episodio, mientras habla por teléfono con su distante hijo Jeff, Silk le dice que ha terminado con Faunia:

“—Escucha, Jeff —mi asunto con esta mujer está terminado”.

“¿Lo está? ¿Cómo ocurrió?”

Él piensa: porque no había esperanzas con ella. Porque los hombres le han sacado la cresta. Porque sus hijos se han muerto en un incendio. Porque ella trabaja como una portera. Porque ella no tiene educación formal y dice que no sabe leer. Porque ha estado a la deriva desde que tiene 14 años. Porque ni siquiera me pregunta: “¿Qué me estás haciendo?” Porque ella sabe qué hacen todos con ella. Porque ella lo ha visto todo y no hay futuro.

Pero todo lo que le dice a su hijo es: “Porque no quiero perder a mis hijos”.


The Human Stain (traducción propia). Nueva York: Houghton Mifflin Company, 2000. Página 171

Para que el lector esté advertido, hay una mentira grande en la vida de Coleman Silk. Se descubre pronto y se desarrolla en la primera mitad. Parece el gran motivo vital que explica sus decisiones. Roth, o Zuckerman si viene al caso, no juzga frontalmente. Eso sería no solo inapropiado, sino absurdo y, sobre todo, hipócrita.

5. La conjura contra América 

(2004, $7.990)

Para esta historia tan atroz no correspondía mandar a Zuckerman. No. Le correspondía a Philip Roth mismo entrar como personaje. Porque una cosa es deshojar las cebollas (capas tras capas) de casi todas sus novelas tan asiduas a los dobleces, pero otra es zambullirse en un caldo hirviente, en un terror ucrónico del “¿y qué hubiera pasado si…?”. Así que Roth el escritor, Roth el narrador y Roth el niño-asustado-que-fue se lanzan a la pesadilla. Sí, pues, una pesadilla y punto.

Comienza así, según la traducción peninsular de esta edición:

Junio 1940-octubre 1940

VOTAD POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA

El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido vástago de judíos.


La conjura contra América (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Mondadori, 2005. Página 11

Charles Lindbergh, el famoso aviador, le gana las elecciones presidenciales de 1940 al veterano demócrata Franklyn Delano Roosevelt (en la realidad, Roosevelt venció ese año y el candidato republicano fue Wendell Willkie). En un par de páginas, las primeras, Roth resume quién es como niño de siete años, y quiénes y qué hacen sus padres y su hermano Sandy. Una familia ocupada de sus asuntos, emprendedora, que habita un primer piso de una casa más grande en Weequahic (siempre Weequahic) en, era que no, Newark (siempre Newark), Nueva Jersey. “En 1940 éramos una familia feliz”, describe como si nada, como si la frase fuese simple.

Solo que había un problema, que no lo era hasta que Lindbergh, apoyado por la plataforma republicana America First (Roth publicó su libro en 2004…), ganó: el problema para el pequeño Roth fue que en su barrio, en su comunidad, en su colegio, su propia familia, todos eran judíos.

En esta novela, Roth se aleja del pulso sarcástico contra los judíos. Quizás por eso no es Zuckerman el llamado a contar esta historia de terror. Gana Lindbergh y empieza a ganar también la intolerancia. El discurso nazi de un Hitler victorioso en Europa consigue adeptos en Estados Unidos (de hecho, los hubo). El padre de Roth, optimista si acaso no peligrosamente ingenuo, confía en que nada se saldrá de curso. Pero comienza a salirse. Primero las bromas, luego los insultos, después la policía transformada en un cuerpo amenazante. Tras ello, la creación de colonias para recluir a los judíos. 

Es un descalabro en el mundo de este niño, Roth, que entiende que todo se enrarece pero no advierte hasta qué punto la amenaza le roe sus talones. Es su madre la que lo dice alto y claro cuando le pide a su esposo que no le escriba ninguna carta al famosísimo presentador radial Walter Winchell (otro personaje real, famoso pero no necesariamente prestigioso y que queda redimido con cierta sardonia en esta novela). El padre quiere decirle que esas colonias son experimentos como los de Hitler en Alemania y que hay que dar la alarma, pero a la madre de Roth le da pánico que esa carta llegue al FBI. Prefiere, como Shepsie Tirschwell, dueño de un cine, huir a Canadá.

—No ves a Shepsie escribiendo cartas y esperando sentado a que suceda lo peor —le dijo.

—No —replicó mi padre—. ¡Otra vez Canadá, no! —Como si Canadá fuese el nombre de la enfermedad que insidiosamente nos debilitaba a todos—. No quiero oír hablar de ello —insistió con firmeza—. Canadá no es una solución.

—Es la única solución —dijo ella en tono suplicante.

—¡No voy a huir! —gritó él alarmando a todos—. ¡Este es nuestro país!

—No —dijo mi madre con tristeza—. Ya no lo es. Es el de Lindbergh. El de los gentiles. Es su país —concluyó..


La conjura contra América (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Mondadori, 2005. Página 251

¿Cuán actual podría resultar para alguien ese diálogo? ¿Qué tan vivo podría ser el terror hoy?

Los sucesos en la novela navegan con lentitud. Se arrastran, porque son como una ciénaga. No es lentitud, entonces, sino asfixia. El niño Philip empuja al lector hacia abajo, hacia donde él se hunde. En algún momento, cuando ya todo se está dando por perdido, cuando su padre no regresa y su madre ya se siente viuda, ella se da cuenta de que son las nueve de la noche y aplica el protocolo de enviarlo a cama. “La cama…”, piensa Roth el narrador, “como si la cama fuese todavía un lugar cálido y cómodo en vez de una incubadora de temor”.

6. Las némesis

(2014, $19.840 envío incluido)

las némesis: elegía; indignación; la humillación; némesis-philip roth-9788439729105

Elegía

(2006, $9.000)

Indignación

(2008, $12.600)

La humillación

(2009, $16.000)

Némesis

(2010, $10.000)

Esta colección recibió el nombre de “Las némesis”. No son, sin embargo, una tetralogía propiamente tal y ni siquiera conversan los mismos personajes. Son, en cambio, un conjunto de novelas cortas cuya tema central es la muerte. Desde Indignación en adelante son, además, las últimas obras que publicó Roth.

En Elegía (en el original es Everyman), es la vejez la protagonista. Con cierta mordacidad lacónica, Roth usa una estrofa de “Oda a un ruiseñor”, de John Keats, como epígrafe de la novela: “Aquí, donde los hombres se sientan y oyen sus mutuos quejidos; / donde la parálisis agita algunas tristes, últimas canas, / donde la juventud palidece, adelgaza como un espectro y muere; / donde tan solo pensar es estar lleno de tristeza […]”.

Esta obra es un camino breve en esa etapa de la vida cuando la delgada línea de este mundo y el siguiente se hace tan tenue que los vivos se van dando cuenta con más naturalidad de que así nomás todo termina. El malestar de los protagonistas, sin embargo, surge contra ese diseño que los convierte en humanos más precarios.

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Hay dos conversaciones que tiene el protagonista (nunca nombrado, pero tiende a un parecido con Roth) sobre el significado de la ancianidad. Conversando con la reciente viuda de un amigo, ella reflexiona:

—Lo hicieron […]. Me lo dijo hace solo un par de noches: “Me siento muy cansado”. Quería vivir, pero nadie podía hacer nada para mantenerlo más tiempo vivo. La vejez es una batalla, querido, si no es con esto, entonces con lo otro. Es una batalla implacable […]


Elegía (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Mondadori, 2007. Página 120

La muerte se acerca. Se acerca con crueldad. Se lleva a algunos, y los que esperan a este lado lo hacen como náufragos, con llamados telefónicos entre ellos para tal vez escudriñar si el otro será el siguiente o si es uno. Un tren con vagones que van cayendo al vacío. El protagonista reflexiona un lamento a la ancianidad.

[…] lo que había vivido no era nada comparado con el ataque inevitable que es el final de la vida. De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran destruidos, habría tenido que permanecer junto al teléfono todo el día hasta la noche, haciendo otro centenar de llamados por lo menos. La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.


Elegía (Jordi Fibla, trad.). Buenos Aires: Mondadori, 2007. Página 129

De la vejez se salta a la juventud de Indignación. Como si importara cuán jovial pueda ser el protagonista, Marcus Messner, si a las pocas páginas nos enteramos que él mismo relata que está muerto. Pero, ¿lo está? ¿Es como La amortajada (María Luisa Bombal), Matadero Cinco (Kurt Vonnegut) o Pedro Páramo (Juan Rulfo)? 

No tengo idea, tampoco, si acaso he estado recordando por tres horas o por un millón de años. No es la memoria la que está olvidada aquí —es el tiempo. No hay descanso —ya que el más allá es sin dormir también. A menos que todo sea dormir, y que el sueño de un pasado ido para siempre se vaya con el fallecido para siempre. Pero sueño o no sueño, aquí no hay nada sobre lo cual pensar que no sea la vida dejada. ¿Significa que el “aquí” es el infierno? ¿O el cielo? ¿Mejor que el olvido o peor? Te imaginarías que al menos en la muerte la incertidumbre desaparece. Pero así como no tengo idea de dónde estoy, o qué soy, o por cuánto tiempo tenga que permanecer en este estado, la incertidumbre parece estar fortaleciéndose.


Indignation (traducción propia). Londres: Penguin Randsom House, 2016. Página 56

Al joven Messner, Roth lo había sometido a una fuga. Agobiado por las reglas de un padre sobreprotector, Messner prefiere irse a estudiar lejos y conseguir las mejores calificaciones para escapar, por esa vía, del reclutamiento para la guerra (el mayor temor de su padre). Pero como los personajes juegan para el arbitrio de la historia, el joven y sus circunstancias, sobre todo las eróticas y su rebeldía, le arremolinan su futuro y debe partir a Corea. 

La siguiente novela, La humillación, trata sobre el arte en su extensión clásica: Eros y Tanatos.

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En La humillación, un actor en sus 60, Simon Axler, pierde de pronto su talento sobre las tablas. Deprimido, su pareja lo abandona y él termina en una clínica siquiátrica. Al salir, sin embargo, conoce a una mujer que hasta entonces vivía su vida como lesbiana. Se emparejan y hasta Axler se siente enamorado. Como un adolescente, se encanta y desvaría, y vuelve a sentirse potente sexual y artísticamente. Eros lo arroja de vuelta a la vitalidad, pero he ahí que la muerte lo espera, porque no hay tal puente de regreso a la juventud.

Némesis es la novela que cierra todo. Concluye esta serie y es la última publicada en vida por Philip Roth. Y es, como parece inevitable, acerca de la muerte. Las primeras escenas son de alarma: la poliomielitis ha llegado a Newark y está devorando niños. Es el verano de 1944 y aunque el Presidente Franklyn Delano Roosevelt, en silla de ruedas tras adquirir la polio varios años antes, es un ejemplo de superación ante el mundo entero, la polio es el terror de todo padre. Como medida drástica, niños son enviados a un campamento lejano mientras la crisis pasa. Es la misma historia de Bucky Cantor, un joven profesor de una escuela en Newark que se mantiene ahí luchando por los niños que no pudieron salir de la ciudad. Empujado contra sus primeras intenciones, pero también movido por motivos amorosos, Bucky Cantor viaja también al campamento para ayudar en esas tareas. Sus motivos son nobles. El problema suyo es la culpa de no haber servido en la guerra, culpa de cuestionar por qué Dios permite la polio, culpa de abandonar a los niños de Newark por irse al campamento, la culpa del contagio en el mismo campamento. 

Para mi pensamiento ateo, plantearse un Dios parecido no era ciertamente más ridículo que darle credibilidad a las deidades seguidas por otros miles de millones; en cuanto a la rebelión de Bucky contra Él, me parecía absurda simplemente porque no había necesidad alguna de ella. Que la epidemia de polio entre los niños de Weequahic o entre los niños del campamento de Indian Hill fuera una tragedia, él no podía aceptarlo. Él tiene que convertir la tragedia en culpa. Él tiene que encontrarle una necesidad a lo que sucede. Hay una epidemia y él necesita un motivo para entenderla. Tiene que preguntar por qué. ¿Por qué? ¿Por qué? Que sea gratuita, contingente, ridícula y trágica no le satisface. Que sea un virus contagioso no le satisface. En cambio, busca desesperadamente una causa profunda, este mártir, este maníaco de los porqués, y encuentra el porqué ya sea en Dios o en sí mismo o, mística, misteriosamente, en la temible unión de ambos como un solo destructor. Tengo que decir que por más que pudiera empatizar con el montón de desgracias que habían arruinado su vida, esto no es más que un estúpido orgullo desmedido, no el orgullo desmedido de la voluntad o el deseo, sino el orgullo desmedido de la interpretación religiosa fantástica, infantil. Hemos oído todo esto antes y por ahora ya hemos oído lo suficiente, incluso de alguien tan profundamente respetable como Bucky Cantor.


Nemesis (traducción propia). Estados Unidos: Houghton Mifflin Harcourt, 2010. Páginas 265-266

Roth explora teclas distintas. Cantor, en esta última novela, es un personaje más conectado con Lucy Nelson (Cuando ella era buena) que con el Sueco Levov (Pastoral americana). Es un buen tipo, pero es sobre todo inocente. No es una inocencia blanca, sino una emparentada con la soberbia del “orgullo desmedido” (hubris). Y esa inocencia orgullosa, cuando se mete en las obras de Roth, paga como lo hacía pagar la diosa griega Némesis. Y he allí la némesis, la venganza por las acciones buenas: tienen consecuencias, aunque sean maquinadas por almas limpias.