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Un 15 de mayo en Palestina

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POR Administrador |

Rodrigo Diez, editor digital de Pauta, cuenta cómo es vivir el día del “Nakba” en territorio palestino.

“Ahí yo tenía mi casa”, me dice un dirigente de la Federación de Fútbol de Palestina señalando las murallas que rodean Jerusalén. “Esa casa me la había heredado mi padre, pero ya no la tengo y ni siquiera puedo pasar cerca de ella”.

El bus sigue su camino desde Belén hacia Betjala, la capital palestina, específicamente al estadio Yasir Arafat. A bordo va el equipo de proyección de Palestino, invitado a participar en el primer torneo FIFA organizado en ese país, llamado Copa Nakba, un reconocimiento del ente rector del fútbol mundial a una larga aspiración del pueblo árabe.

Nakba significa “catástrofe”. Esa es la palabra con que los palestinos llaman a la fecha de fundación del Estado de Israel. Esa fue el día elegido para inaugurar el torneo de fútbol al que asistieron equipos de Europa del Este, África, Medio Oriente, Palestino de Chile, y conjuntos representantes de la incipiente liga local en esos días del año 2011. Estuve presente como periodista encargado de Relaciones Públicas y Prensa de Palestino, posición en la que pude observar y comprobar cómo es vivir un 15 de mayo en uno de los territorios más disputados del mundo.

Palestino envió al torneo a un equipo mezcla de jugadores del plantel profesional y juveniles. Había nombres que hoy destacan en el profesionalismo: Alejandro Contreras, defensa de la Universidad de Chile; Jason Silva, de paso por Colo Colo, Antofagasta y actualmente en el Apollon de Chipre; Darío Melo, hoy arquero titular de Palestino, entre otros. Esos jóvenes se sorprendieron cuando entraron a la cancha a desfilar en la ceremonia de inauguración, presidida por Joseph Blatter, entonces cabeza de la FIFA.

“¿De verdad que hicieron todo este viaje desde Chile? –preguntó sorprendido después que  posara para una foto junto a los jugadores–. Es un viaje realmente largo.

Joseph Blatter saluda a los jugadores de Palestino
Crédito de la imagen: Rodrigo Diez

Y tenía razón. Un largo viaje con escalas en Sao Paulo y Roma tenía a los futbolistas fatigados. Apenas habían alcanzado a tomar una corta siesta en la hora y media de camino entre Belén, donde nos estábamos alojando, y Betjala. Una hora y media que pudo haber sido 20 minutos, pero como algunos de los dirigentes de la federación palestina no pueden entrar a territorios controlados por el ejército de Israel, tuvimos que rodear Jerusalén en vez de tomar el camino más corto por dentro de la ciudad.

Además, la siesta de los jugadores se vio interrumpida por los disparos, en plena calle y a cuadras del estadio, entre manifestantes palestinos y soldados israelíes. Los jugadores, cuerpo técnico y yo miramos desconcertados para todas partes. Los locales que iban con nosotros apenas se inmutaron. Alguno incluso se rio al vernos tan asustados. “Estamos acostumbrados a esto”, nos dijo.

Una vez en el estadio, antes el saludo del hoy defenestrado timonel de la FIFA, el aplauso del público fue atronador cuando se anunció a Palestino de Chile por los parlantes.

“Es el único equipo del mundo que juega con nuestros colores –me comentó la noche anterior el alcalde de Belén, Víctor Batarceh–, por eso lo queremos tanto. Cuando Palestino jugó la final del torneo chileno el 2009, tuvimos que poner pantallas gigantes en las plazas para que la gente los viera”.

El aprecio del pueblo palestino por el equipo tricolor no se vive solo en los estadios. Bastaba que los miembros de la delegación nos paseáramos por las calles de cualquier ciudad, para comprobar cuánto les importa el equipo de colonia.

Hinchas locales apoyando a Palestino en Belén.
Crédito de la imagen: Rodrigo Diez

“Vengan a mi casa” “¿Quieren un café?” “Siempre leo las noticias de Palestino” “que Dios los bendiga”, son solo algunas de las muestras de cariño, aparte del ya tradicional “yo tengo primos en Chile”.

Se trató de una visita que trascendió la dimensión deportiva. Los miembros del equipo –lo más cerca que he estado de ser futbolista– conocimos campos de refugiados y conversamos con autoridades, académicos, periodistas y gente común y corriente. Todos estaban agradecidos de tener por primera vez en su tierra a Palestino. “Es una gran alegría”, decían. Una emoción que les permitía un oasis en el tensionado ambiente que se palpaba en todas partes ese 15 de mayo.

Después de la inauguración del torneo, de regreso por el camino más largo a Belén, una patrulla israelí detuvo el bus para un control. Un soldado, un joven de unos 25 años, armado con una metralleta, se subió y gritó en hebreo: “¡Pasaportes!” Como nadie entendió, insistió en inglés. Una vez que revisó todos los documentos pudimos seguir camino al hotel, que estaba al lado de los muros de un asentamiento israelí. Una torre que iluminaba la calle del lado palestino con un foco era el blanco favorito de los habitantes de Belén que lanzaban piedras y otros objetos a quien pudiera estar del otro lado.

–¿Esto es como el 11 de septiembre en Chile?–me preguntó un futbolista.

–Algo así– le contesté.

Esa noche dormimos escuchando disparos, gritos y sirenas.

“Es muy fácil caer en la caricaturización”, pensé al día siguiente camino a la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mientras recorría el Santo Sepulcro, la Mezquita Azul y el Muro de los Lamentos, lugares que están prácticamente uno al lado del otro, conversé con israelíes. Muchos de ellos gentilmente me señalaban los lugares de interés o me explicaban su punto de vista sobre temas controversiales, como el muro que separa los territorios palestinos de los israelíes o el temor que sienten al salir a la calle al mismo tiempo que alguien decida detonar una bomba.

Estar en la Ciudad Vieja de Jerusalén es viajar dos mil años al pasado. Las angostas calles de piedra se mantienen, al igual que algunos de los lugares sagrados. Incluso al lado del Muro de los Lamentos, un grupo de judíos ortodoxos viven sin las comodidades del mundo moderno, como la electricidad o los teléfonos.

Jerusalén.
Crédito de la imagen: Rodrigo Diez

Muro de los Lamentos.
Crédito de la imagen: Rodrigo Diez

Tras las murallas, de vuelta en el siglo XXI, uno se encuentra de golpe con la modernidad de Israel, con un tren de alta velocidad que conecta Jerusalén y Tel Aviv, la capital, y después el aeropuerto Ben Gurión, uno de los más avanzados del mundo.

Jerusalén
Crédito de la imagen: Rodrigo Diez

Todo lo anterior contrasta con fuerza al cruzar los grandes muros de la frontera que separa Israel y Palestina. De la modernidad del estado judío se pasa, a solo metros de distancia, a pequeñas ciudades con autos viejos, escasa movilización pública y todos los signos que recuerdan el subdesarrollo.

El trámite en la frontera es complejo: se revisa el vehículo completo, los documentos de los pasajeros y a los mismos pasajeros. Todos estos procedimientos son mucho más lentos cuando se entra a Israel. Aún así, cientos de personas pasan por estos puntos de chequeo todos los días y no sólo los turistas. Muchos palestinos viven en sus ciudades de origen, pero trabajan al otro lado. Algunos incluso tienen la nacionalidad israelí. 

Ese 15 de mayo del 2011, en la televisión no se informó de muertos, atentados o incidentes. Hoy, siete años después, luego de que Estados Unidos trasladara su embajada a Jerusalén, la situación es distinta. El clima está más crispado que nunca. La mayor superpotencia mundial reconoce a la “ciudad sagrada” como la capital de una de las dos partes en la disputa más larga, violenta y apasionada de la historia moderna.