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Carta a Antoine de Saint-Exupéry

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POR Andres Sepúlveda |

“El Principito” se puede escuchar como un canto bello y melodioso, pero es también un grito, el grito de un aviador que miró desde arriba un mundo, el suyo, que se estaba cayendo a pedazos”, dice Cristián Warnken.

Querido Antoine de Saint-Exupéry:

Sé que suena presuntuoso o atrevido dirigirse así a un escritor a quien nunca conocí en persona y con quien establecí un vínculo sólo como un lector más, de los millones de lectores que tuvo. Pero no encontré otra forma para empezar esta carta.

No puedo evitar este afecto que es más que simple admiración. Hay escritores que se vuelven tan cercanos y uno les debe tanto que, junto a la admiración, nace también el afecto. Uno los ha leído tanto que parecen amigos, y lo son, amigos más allá del tiempo.

Usted estuvo siempre presente en mi infancia en una piedra conmemorativa ubicada en un costado del patio central del colegio donde estudié: ahí estaba inscrita una cita del libro “Tierra de hombres”. La leí muchas veces sin entenderla, como puede leer un niño un conjunto de frases profundas, pero del mundo lejano de los adultos. El colegio donde estudié llevaba su nombre, pero para nosotros usted era sólo un aviador francés que además había sido escritor.

Tuvieron que pasar muchos años para ser tocados por su humanismo que cruzaba el mundo de la acción con el pensamiento, mundos que en general no se encuentran. En nuestra adolescencia preferíamos a los franceses malditos, mientras más malditos mejor: Rimbaud, Lautréamont, entre otros.

“El Principito” nos parecía un libro edulcorado, lleno de clisés: no nos había tocado el corazón, porque el corazón no nos parecía -entonces- que pudiese ser el órgano para entender o recibir la literatura. ¡Estábamos tan llenos de ideas hechas y tan lejos de nuestro propio corazón! No habíamos entendido todavía que el corazón es un órgano pensante y sintiente al mismo tiempo. “El corazón tiene razones que la razón no entiende” -había dicho otro francés, pero del siglo XVII, Pascal. El 29 de junio, hace unos días atrás, alguien me recordó en alguna nota marginal en un periódico su nacimiento en la ciudad de Lyon, en 1900, cuando comenzaba un siglo cuyos desgarros usted iba a vivir en carne propia. Entonces, volví a pensar en usted con afecto, con emoción y  sin los prejuicios que algunos intelectuales han sembrado sobre su obra mayor, “El Principito”. Muchos de ellos lo juzgaron muy críticamente cuando publicó ese inesperado libro, que parecía alejarse de la “seriedad” de su obra anterior. Un libro sobre un niño, un libro para niños, un libro “menor”- dijeron.

Los intelectuales -una subespecie de las personas mayores que usted tan bien caricaturiza en “El Principito”- suelen, presos de una soberbia y a veces desconexión de las emociones y la existencia, equivocarse sobre cuáles libros trascenderán en el tiempo.

Heidegger, el filósofo alemán fue de los pocos intelectuales que vio en ese libro algo más que una mera fábula infantil: y afirmó que era el libro existencialista por excelencia. “El Principito” pertenece a ese tipo de textos en que la sencillez va a unida a una gran profundidad humana: no son simplemente libros, son talismanes, umbrales, por donde no pueden pasar los que juzgan desde una altura, porque no fueron escritos para los hermeneutas ni los expertos, sino para los espíritus de buena voluntad.

Pienso en el “Sermón de la Montaña” o en el “Tao Te King”: mensajes en una botella lanzados al mar del tiempo, para quien pueda recibirlos y leerlos con los ojos y el corazón abierto. Y aparecen en momentos de crisis muy profunda, en derrumbes de civilizaciones o imperios.

“El Principito” se puede escuchar como un canto bello y melodioso, pero es también un grito, el grito de un aviador que miró desde arriba un mundo, el suyo, que se estaba cayendo a pedazos. Usted, con ese libro, nos regaló un pozo de agua en medio del desierto, el desierto del nihilismo que sólo ha seguido creciendo, usted lo vio y lo denunció.

Nosotros, que estamos deslumbrados por la hechicería tecnológica, que cada vez nos miramos menos a los ojos y no nos detenemos a escuchar las preguntas que nos hacen los niños, nosotros, que creemos estar hipercomunicados, pero vivimos una era de incomunicación patológica, nosotros que seguimos inventando guerras absurdas y destruyendo nuestro planeta, necesitamos urgente visitar el planeta del Principito para regar y rendirle pleitesías a una flor. Es urgente hacerlo, más urgente que cuando usted lo escribió al final de la Segunda Guerra: usted se lamentaba al final del libro de haber perdido a ese niño de pelo rubio y preguntas inusitadas y le pide a los lectores que si tenemos noticias sobre él, que por favor le avisemos.

Le tengo malas noticias, Antoine de Saint-Exupéry: ese niño perdido en el desierto por usted descrito y dibujado, parece que se extravió para siempre… No ha regresado y estamos -como usted lo estuvo- en panne en el desierto, perdidos en medio de un desierto virtual, frío, impenetrable, sin afecto.

Nuestra civilización no ha crecido en conciencia, pero sí en técnica. Hemos abandonado a nuestros niños, a nuestros propios principitos, al interior de sofisticados dispositivos digitales, porque no queremos que corran, que griten, que salten, que nos hagan preguntas incómodas, preferimos que estén quietos para que nosotros, adultos repletos de hastío y sin una gota de poesía en el alma, podamos divertirnos. Somos como los últimos hombres de Nietzsche, que sólo piden comodidad, una buena calefacción y entretenimiento. “Entertainment“… Pero estamos aburridos, el hastío y el sin sentido nos devastan cada día. Por eso, siento que en el mensaje que nos dejó en esa fábula para niños de todas las edades, están todas las claves de los males que nos aquejan hoy.

El Principito es el profeta de estos tiempos doblemente desérticos: el desierto del sentido se corresponde con la progresiva desertificación de nuestra tierra. Quise recordarlo a usted hoy, justo en el momento en que muchos se entregan de rodillas a una Inteligencia Artificial que no podrá reemplazar la inteligencia del corazón, último lugar de resistencia que nos queda. Usted -con una fábula aparentemente ingenua- nos invitó a poner nuestra mano en el corazón. En un mundo de datos y algoritmos, los latidos de ese órgano milagroso serán los que salvarán al hombre. Que cada uno escuche a su corazón: y que ahí pueda escuchar a su propio Principito. Mientras haya un niño que haga preguntas inesperadas y un aviador en pana que las escuche y responda, mientras haya una flor que regar, no todo estará perdido.

Gracias, Antoine de Saint Exupéry por ese regalo. Levanto los ojos y miro el cielo estrellado y pienso que usted está ahí, al lado del Principito (en la Pléyade de los que han buscado lo que es invisible a los ojos) y entiendo porqué unas estrellas que murieron hace millones de años, nos iluminan mejor que todos los focos, linternas y lámparas de nuestra civilización enferma de falta de luz.

Un abrazo bajo la Cruz del Sur de este cielo que usted surcó como aviador.