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Columna de John Müller: “El problema del modelo chileno no es el capitalismo, es que no crece”

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POR Andres Sepúlveda |

El Gobierno ha empezado a girar en su reforma fiscal, pero todavía le hace falta exhibir un mayor compromiso con la eficiencia del gasto público.

Cualquier reforma tributaria sin que Chile haya vuelto a una senda sólida de crecimiento económico no sólo es una pérdida de tiempo, sino dispararse en un pie. Como bien dijo Ricardo Lagos en las presidenciales de 2017, “lo que importa es el crecimiento y lo demás es música”. Ningún gobierno ha podido traer un crecimiento alto y sostenido desde hace casi tres liustros. El de Piñera no pudo. Lo frustró el estallido y después la pandemia, pero ya en su primer año de gobierno se vio que el crecimiento no era suficiente para que la gente estuviera contenta.

La mala noticia para el Presidente Gabriel Boric es que el modelo chileno no es que sea injusto o desaforadamente capitalista, es que está agotado. Y ese es el peor escenario porque no tiene fácil remedio.

Con todo, las ideas que el gobierno ha puesto sobre la mesa no van en una mala dirección: concentrarse en la lucha contra la evasión y aumentar los impuestos a las personas, sobre todo si esta última medida va acompañada de la reducción del mínimo exento (claramente desalineado en Chile en relación con los países europeos, por ejemplo). Es imprescindible para que la democracia funcione que la mayor parte de la población se sienta implicada en el sostenimiento de las cuentas públicas. De lo contrario, se produce un demagógico desalineamiento entre una población que sólo paga tributos indirectos, que no siente como propios, y está dispuesta a que los directos suban sin límite porque los pagan otros, generalmente “los ricos” que, para más inri, en Chile son identificados erróneamente con las empresas.

El gobierno también pudo mostrar un mayor compromiso con la eficiencia del gasto público en medio de este festival de millones que el Caso Convenios ha dejado en evidencia.

Como dice Nassim Taleb, para que la democracia funcione todos tienen que poner ‘skin in the game’, es decir, jugarse algo, aunque no sea el pellejo.