Columna de John Müller: “La ONU cumple 80 años tuerta de su ojo derecho”
La organización enfrenta una crisis severa por la paz incumplida, la burocracia infinita y la ausencia de liderazgos de derecha en sus distintos organismos
El 24 de octubre de 1945 nacía oficialmente la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Era el resultado del trauma de dos guerras mundiales y del deseo de evitar que la humanidad repitiera esa catástrofe. Su misión fundacional estaba clara: preservar la paz y la seguridad internacionales. Ocho décadas después, lo que debería ser una conmemoración solemne es, en realidad, una oportunidad para preguntarnos si la ONU no se encuentra en la mayor crisis de su historia, una que amenaza con volverla irrelevante.
En su balance socioeconómico, la organización puede presumir de logros indiscutibles. Bajo su paraguas se ha promovido la erradicación de enfermedades, se ha reducido la pobreza extrema, se han fijado metas de desarrollo que han permitido movilizar recursos y políticas públicas, y se ha facilitado la cooperación internacional en temas tan diversos como la educación, la infancia o la ayuda humanitaria. UNICEF, la OMS o el Programa Mundial de Alimentos son ejemplos de agencias que han cambiado vidas de manera tangible.
Pero el balance político, aquel que debería ser su razón de ser, es mucho más sombrío. El espíritu de San Francisco, esa alianza entre países para evitar el recurso a la fuerza, se ha desvanecido. La lista de guerras que la ONU no logró evitar -Corea, Vietnam, Afganistán, Irak, Siria, Ucrania- habla por sí sola. En conflictos recientes, como la invasión rusa a Ucrania o la guerra en Gaza, el Consejo de Seguridad ha quedado paralizado por los vetos cruzados de sus miembros permanentes. La arquitectura diseñada en 1945 refleja un mundo que ya no existe, con cinco potencias que bloquean cualquier decisión de fondo, y una Asamblea General que funciona más como un escenario de declaraciones que como un actor de resolución.
La burocracia es otro talón de Aquiles. El presupuesto ordinario de la ONU -unos 3.400 millones de dólares anuales- se destina en buena parte a sostener su aparato administrativo, sus lujosas sedes en ciudades carísimas como Nueva York, Ginebra o Viena, y su ejército de bien pagados funcionarios internacionales. Se estima que más del 70% del gasto va a sueldos y arriendos. Apenas queda dinero para operaciones concretas. No es extraño que, cada tanto, surjan denuncias de corrupción, abusos de poder o incluso escándalos en misiones de paz. Lo que nació como una herramienta para preservar la paz se ha transformado en una maquinaria costosa que a menudo se alimenta a sí misma.
A este malestar se suma la percepción de que la ONU se ha convertido en un espacio políticamente sesgado. La mayoría de sus altos cargos, desde secretarios generales hasta directores de agencias, provienen de la izquierda o la socialdemocracia global. ¿Cuándo fue la última vez que un líder claramente identificado con la derecha ocupó un cargo relevante dentro del sistema? La sensación es que el multilateralismo de Naciones Unidas se ha convertido en un instrumento de determinadas corrientes ideológicas, más que en una casa común para todos los Estados. La ONU es un organismo tuerto de su ojo derecho.
Esa deriva también se percibe en las agendas que la ONU ha promovido en las últimas décadas. La defensa del medioambiente y la lucha contra el cambio climático son causas legítimas y necesarias, pero su discurso ha derivado en ocasiones hacia un alarmismo climático que divide más que une, y que refuerza la sospecha de que la organización ha abrazado banderas políticas antes que causas globales consensuadas. El propio “pacto verde” de Naciones Unidas es visto por muchos gobiernos como una imposición disfrazada de cooperación.
El 80º aniversario llega, entonces, en un momento de fatiga del multilateralismo. Las potencias emergentes, como India, Brasil o Sudáfrica, reclaman una reforma del Consejo de Seguridad que nunca llega. Estados Unidos, que sigue siendo su principal financista, muestra cada vez menos entusiasmo en sostener a una organización que no responde a sus intereses estratégicos. Y otros países, como Rusia o China, aprovechan las fisuras para imponer su propia agenda.
La pregunta incómoda es si la ONU sigue siendo indispensable. Para los que creen en un orden internacional basado en reglas, sigue siendo un foro necesario. Pero para quienes juzgan por resultados, la organización se ha convertido en un actor irrelevante, incapaz de cumplir su misión principal. El 80º aniversario, en lugar de ser una celebración, debería ser una llamada de urgencia: o se reinventa o quedará como un recuerdo melancólico de un sueño que alguna vez unió a la humanidad en torno a la paz.