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Carta a un habitante con miedo

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POR Francisco Gomez |

“No dejes de soñar que la ciudad volverá a ser nuestra”, nos dice Cristián Warnken.

Querido habitante de nuestra ciudad:

Te escribo esta carta, mientras en algún lugar de la ciudad se escucha un disparo. Y unas sirenas. Cada día que pasa, esta ciudad es menos mía, tuya, nuestra. Los pasajes se cierran, las plazas se vacían, nuestros domicilios empiezan a ser prisiones. Todos los días perdemos una calle. Y al perder la calle, perdemos mucho más que un trozo de la ciudad.

Humberto Giannini, filósofo de lo cotidiano, dedica un capítulo entero de uno de sus libros a pensar la calle. En la calle -dice- “nos dejamos llevar por el encanto de las cosas, nos sorprendemos en un caminar sin rumbo, sin puntos que alcanzar ni tiempos de llegada, abiertos a los azares del encuentro que la calle pone a su disposición”. Perder una calle es perder una dimensión fundamental de nuestro ser transeúnte. No sólo de nuestra seguridad, sino de nuestra libertad, de nuestra humanidad.

Las bandas criminales marcan y se apoderan de los territorios, nosotros perdemos nuestro encuentro con nuestros prójimos, con los otros, nos vemos obligados a encerrarnos en guaridas de mayor soledad e individualismo, nuestras vidas se empobrecen más, una nueva indigencia aparece, envenenada por el miedo. ¿Qué haremos cuando perdamos todas nuestras calles?

Me gusta encontrarme contigo, quien seas, aunque no conozca tu nombre, cruzarme contigo en la calle, un rostro que se abre al peligro del encuentro con otro rostro. Me gusta mirar a los otros, distintos a mí, imaginar sus historias, de donde vienen, a donde van. Me gusta vagar, flanear por calles desconocidas, perderme, para encontrar otras vidas.

Me gusta salir de los límites y encontrar otros barrios posibles. Me gusta fundar todos los días una ciudad nueva. La ciudad es como un libro inmenso que la multitud narra en cada paso y paseo, en cada encuentro por azar, en cada historia de amor surgida en una esquina, en cada pichanga gloriosa, en una plaza, en la conversación de un anciano con un niño sentado en la misma banca, en la vida jubilosa de una feria.

Nuestra ciudad se ha tejido de todos los encuentros de los que nos precedieron, calle a calle, eslabón a eslabón. Neruda preguntaba ante las ruinas de esa gran ciudad que fue Machu Pichu: “El hombre, el hombre, ¿dónde estuvo?”

Yo pregunto: “¿dónde está el habitante de mi ciudad tomada?” ¿Cuántos encuentros regalados por el azar, cuanta vida de barrio devorará el miedo?

Las calles son de todos y de nadie. Cuando en octubre del 2019, primeras líneas furiosas ocuparon día tras día el centro de la ciudad, privatizaron el espacio público de todos. Fue el acto más neoliberal de todos. Ese fue el comienzo de la pérdida de la ciudad.

Después la quemaron, la vandalizaron, la rayaron. Algunos construyeron un relato de esa privatización violenta y excluyente, un relato que prometía un nuevo comienzo, una refundación. En realidad, fue el comienzo del fin de un “nosotros”. El nosotros se redujo, se transformó en una palabra vacía. La violencia, el miedo, la anomia se enseñorearon de estas queridas calles y queridos barrios, se perdió el respeto por el otro, el respeto que no es sino mirada atenta. Dejamos de mirarnos como “legítimos otros”-como decía Maturana-se hizo de moda funar, cancelar, invisibilizar al otro, el que piensa distinto a mí.

Ahora la privatización de los barrios y de los territorios es de las bandas y el narcotráfico. No hay calles ni esquinas donde encontrarse, sino espacios del miedo y la sospecha. El otro puede dañarte, dispararte a quemarropa a plena luz del día, a pesar de lo que dijera el filósofo Emanuel Lévinas, que todo rostro dice “no matarás”. En nuestra ciudad, ningún rostro expuesto al maravilloso peligro del encuentro (el arriesgarse a salir de los cómodos límites propios) ningún rostro puede asegurar ese imperativo moral. Todos los rostros están expuestos hoy a ser trizados por una bala

¿A dónde iremos si no hay calles para encontrarse, con quién nos encontraremos si el otro es un sospechoso en potencia, tu posible asaltante o asesino?

Te escribo esta carta para compartir contigo mi impotencia, para que sepas que estoy en otro lugar de esta misma ciudad que es nuestra, pensando en ti, sabiendo que existes, y que te sientes atemorizado, abandonado, vulnerable. No te conozco, pero me gustaría conocerte, encontrarme contigo, escuchar tu historia y que tú escuches la mía. Somos los habitantes de una misma ciudad que hoy agoniza, que sufre, que teme a la noche, pero también al día.

Quisiera abrazarte, saber tu nombre, decirte que, a pesar de todo, no estás solo, que tenemos que resistir y recuperar nuestra ciudad. Alarmas, drones, rejas me protegen de los asaltantes que hoy matan a sangre fría, pero también me alejan de ti. Mi prójimo, mi vecino, el otro que eres y en el que me miro para ser también otro. Tenemos que recuperar nuestra ciudad y recuperarnos unos a otros. Si nos perdemos, si nos alejamos, si nos convertimos en extraños y sospechosos unos a otros, no habrá vida posible, vida humana, sólo el infierno de saberse solos en medio de la ciudad.

Y repetiremos esos versos del Infierno de Dante: “tal multitud fluía/ que no creí yo ser tantos los que la muerte arrebatara”. La muerte en vida, de no encontrarse unos con otros, de ser con otros…

No nos acostumbremos a esta violencia, no normalicemos los disparos, no dejemos de sentir espanto ante el horror, pero que la paranoia y el pánico no nos deshumanice. La ciudad tiene que ser otra vez posible. Sin comunidad no hay ciudad y sin ciudad no hay país posible. Los que privatizan con violencia, andan sueltos y quieren ponernos de rodillas. Sólo me pongo de rodillas para rezar por mi ciudad perdida, para abrazar al que ahora sufre

No sé cómo, pero pongámonos de pie. Salgamos a la calle. A clamar por la paz, a exigirla como el más básico de los derechos. Sin la paz, no hay dignidad, ni libertad, ni justicia posible. La paz para ti, mi semejante, mi hermano, hermano de esta ciudad asediada. La paz para ti, y para mí, y para todos nosotros. Que nuestros rostros vuelvan a toparse y encontrarse. A arriesgarse al encuentro. A derrotar el miedo.

Por eso, no dejes de soñar que la ciudad volverá a ser nuestra, aunque escuches muchos disparos en la noche.

Un abrazo de otro habitante.