El sorpresivo anuncio de Jacinda Ardern, la primera ministra neozelandesa de que no se presentará a la reelección, ha sido saludado como una muestra de desprendimiento, de honestidad y generosidad. La decisión de Ardern, que en estos años se ha convertido en un icono de la izquierda a nivel mundial, ha sido enaltecida por sus simpatizantes como un ejemplo extremo de desapego al poder, muy distinto y distante del que mostraría un macho-alfa, siempre dispuesto a liquidar a todos los que se opongan a sus designios.
Ardern habría antepuesto otros intereses -su salud o su familia- a la permanencia en el cargo.
Lo que se cita en segundo lugar es que Ardern, que lleva en el cargo desde 2017, tiene a su partido -los laboristas-, hundido en las encuestas frente al Partido Nacional de centroderecha, capitaneado por Christopher Luxon. Pese a que ella sigue siendo la figura más valorada de la política neozelandesa, el rápido deterioro de la situación económica y una inesperada oleada de violencia criminal, que ha creado la sensación de que Nueva Zelanda es un país inseguro, han derrumbado las expectativas electorales de los laboristas.
Pero lo que definitivamente convierte el gesto de Ardern en una decisión totalmente normal dentro de la tradición política neozelandesa es que su predecesor en el liderazgo laborista, John Key, hizo exactamente lo mismo en 2016: anunció por sorpresa que renunciaba al cargo de primer ministro, en el que llevaba ocho años, porque dijo que quería pasar más tiempo con su familia. Una semana después, su número dos, Bill English se hacía cargo del gobierno.
El desapego al poder en Nueva Zelandia es fruto de una cultura política que una singularidad de la señora Ardern.
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