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José Miguel Ibáñez Langlois se junta en otro jardín con Ignacio Valente

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POR Eduardo Olivares |

En un episodio especial de Desde el Jardín, Cristián Warnken se sumerge en una entrevista exclusiva para PAUTA con uno de los críticos literarios e intelectuales chilenos más importantes del siglo XX.

Estamos en los jardines de la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes. Empinados en una ladera, rebota a lo lejos el ruido de la ciudad y su vértigo. A este lado, la geometría de arbustos, brisa precordillerana y trinos sirve de escenario para el encuentro con la palabra del sacerdote José Miguel Ibáñez Langlois (82), uno de los intelectuales más relevantes del siglo XX chileno. Desde los estudios de PAUTA, Desde el Jardín se ha trasladado a este encuentro. Ibáñez Langlois dirá que es su “última entrevista”.

Décadas de lectores lo han conocido como Ignacio Valente, su seudónimo. Fue el crítico literario de referencia en “El Mercurio” desde 1966 hasta 1993. En un pliego histórico, acaba de publicar Crítica reunida, por Editorial Tácitas, una antología de sus escritos sobre literatura más significativos.

“¡Yo no soy masoquista! ¡Yo leo por gusto, finalmente!”

El peso de la crítica de Valente fue fundamental en el desarrollo de la literatura chilena de varias décadas: él fue quien “levantó” la figura de Raúl Zurita, o quien ayudó a colocar en el sitial relevante que le correspondía en la poesía hispanoamericana a Nicanor Parra, entre otros. Su figura ha suscitado admiración por la solidez de su mirada crítica y sensibilidad literaria (y particularmente poética), pero también el rechazo de quienes lo catalogaron como “crítico oficial” en tiempos del gobierno militar, lo que él ha negado categóricamente.

En esta conversación, Ibáñez Langlois habla de la crisis de la palabra en el siglo XX y las consecuencias de esa crisis no sólo en la literatura, sino en la convivencia humana. Cuestiona la degradación de la palabra, del sentido y de lo humano, y confiesa que muchos de los libros que se publican hoy y que le llegan para ser comentados “se me caen de las manos”. Para qué leer con desagrado, reflexiona, y lo resume así: “¡Yo no soy masoquista! ¡Yo leo por gusto, finalmente!”

El crítico es particularmente ácido con algunos escritores modernos, a quienes cuestiona su falta de humanidad. “Yo recibo novelistas que tienen cierta fama en Europa y Estados Unidos y que no puedo seguir leyendo”, comenta.

Le preocupan los efectos devastadores del nihilismo en el lenguaje y la literatura.

La palabra es el elemento estructural de la sociedad, dice el sacerdote. Para él, ambos conceptos están íntimamente ligados, al punto que la ausencia o desperfilamiento de uno puede condicionar la existencia del otro. “Al corromperse el lenguaje se corrompe la sociedad”, comenta. Y agrega: “El lenguaje no sólo se corrompe con la falsedad y la mentira, sino con la inexactitud. Basta que una palabra sea inexacta para que comience la corrupción del lenguaje”.

Pues la palabra brota de la palabra. Y siempre puede hallarse un sentido. Se detiene en su pasión por el Quijote de la Mancha, en la poesía de Rainer Maria Rilke, Pablo Neruda y Parra. Se sumerge en los genios de su lengua, como Francisco de Quevedo (una “cumbre” por su rica diversidad), Jorge Manrique o San Juan de la Cruz.

Pero hay una crisis. Es un mundo donde la imagen es el código de comunicación predominante, y ya no la palabra y el logos. Para Ibáñez Langlois, el futuro del lenguaje es optimista. “No sé cómo se sale [de esta crisis], pero se va a salir porque, si no, la vida humana es imposible”, reflexiona. “El lenguaje del mundo de Gutenberg es obvio que va a tener que experimentar ciertos cambios. Pero ninguna imagen, ningún producto tecnológico va a reemplazar jamás a la palabra viva”.

Ibáñez también sorprende. Porque, ¿era posible suponer su admiración por Friedrich Wilhelm Nietzsche como un filósofo “poeta”? Declama con viva emoción el famoso fragmento del libro La Ciencia Jovial sobre la “muerte de Dios”.

El “curicrítico”

Rodeados de un paisaje verde, leemos y recitamos fragmentos de poesía de todos los tiempos, comentadas en vivo por Ibáñez Langlois (¿o Ignacio Valente?).

Se detiene en su relación con Pablo Neruda, que sería difícil de explicar sin Quevedo. Valente admiró a Neruda en sus cumbres, pero también lo criticó cuando su poesía desmejoraba. Eso provocó el enojo del poeta, quien lo llamó “curicrítico”. Valente hoy se ríe en pleno gozo literario. “Hasta en esa palabra, ‘curicrítico’, se revela la extrema sensibilidad sonora de Neruda, fíjense en esas aliteraciones de las ‘r’”.

En un texto, Joseph Ratzinger, el teólogo alemán y Papa Emérito, afirma que la “duda” es lo que une a ateos y creyentes, pues el ateo puede dudar un momento y abrirse a la posibilidad de que Dios exista, y el creyente abrirse a la posibilidad de que no exista. Ibáñez Langlois no duda y sí se explaya sobre la fe. Y sobre su fe: lo esencial de su identidad es ser sacerdote. No importa si como crítico o poeta, siempre es sacerdote.

La Belleza y el Mal

La lectura es un goce, dice Ibáñez Langlois. Lo reitera, porque en sus palabras reverbera la convicción profunda de quien bebe literatura. No hay que interrumpir el goce literario, y por eso rehúye de las enseñanzas infectadas de las teorías “deconstructivas”.

Con ese armar y desarmar se pierde el buen gusto, que está hecho de belleza. La Belleza. A veces es políticamente incorrecto hablar de la Belleza, dice, pero —recordando a Fiódor Dostoyevski— “la belleza es el campo de batalla entre el bien y el mal”.

—Dostoyevski dijo, a través de uno sus personajes, que “solo la belleza salvará al mundo” —le comento.

—“Posiblemente estamos viviendo un período de feísmo y de menor sensibilidad estética en general”, sostiene Ibáñez Langlois.

No es posible —¡cómo podría serlo! — hallar la Belleza en el Mal. He allí un problema en la Iglesia, en cuyo interior se produjo la pintura, la música y la literatura más importante en los orígenes de cada una de esas artes. Cuenta que durante el siglo XX la Iglesia erró a alejarse de la Belleza y lo estético por privilegiar otros valores.

Lo bello se expande. Allí está el género maravilloso, que se sumerge en un terreno irreal pero que atrae. En ese lugar su autor predilecto no tiene parangón: J.R.R. Tolkien.

Define también las fronteras entre la literatura maravillosa y aquella con la que se le suele confundir, la literatura fantástica. En esta última hay una tensión entre la realidad y lo posible de esa realidad, como ocurre, por ejemplo, con lo fantástico macabro de autores como H.P. Lovecraft.

Y entonces, entre lo maravilloso y lo fantástico, lo real y lo irreal, se vuelve a la literatura entendida como “el presentimiento de lo que existe pasando por lo que no existe”.

Disfrute la entrevista completa AQUÍ: