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Carta a Michel de Montaigne

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PAUTA/ Fernanda Monasterio Blanco
POR Eduardo Olivares |

“Que los que tienen el poder, que los que gobiernan, los que legislan, los que redactan constituciones, o sea nuestras ‘élites’, lean a Montaigne y que entiendan que ganar a veces es perder”, escribe Cristián Warnken.

Estimado y admirado señor Michel de Montaigne:

Es extraño escribirle a un hombre del siglo XVI y desde el fin de la tierra, desde una región muy remota de la que usted tuvo solo lejanas noticias. Le escribo porque su pensamiento, sus escritos siguen vivos más allá de su propia muerte y nos siguen hablando, y vuelven a cobrar actualidad en estos días en que la guerra en Europa vuelve a remecernos y nos muestra lo que usted nos enseñó hace tantos siglos: que la intolerancia y el fanatismo solo auguran para la humanidad desastres y retrocesos, y que no aprendemos nunca, que volvemos a ser una y otra vez los bárbaros que creíamos haber dejado de ser, porque nos pensábamos –con arrogancia– que éramos “civilizados”. Todos los días podemos retroceder un peldaño en la civilización, hasta llegar al abismo.

Usted lo vivió en carne propia: la guerra de religión que dividió a Francia, que hizo que católicos y protestantes se mataran y quemaran unos con otros, mientras usted en su castillo del Périgord escribía sobre el valor de la tolerancia y se oponía a aquellos que reducen la complejidad de la realidad, llevándonos a letales oposiciones binarias que nos obligan a escoger siempre un bando. ¿Tomar partido? Unamuno, un escritor español respondió algo que a usted le habría gustado mucho: “¿Yo, partido? ¡No! ¡Yo, entero!”. Usted, don Michel, se rebeló contra la lógica binaria y partisana, y por eso escogió el escepticismo y la duda antes que abrazar la certidumbre o la verdad.

Los que se creen dueños de la verdad son los que provocan la guerra entre los países o las guerras al interior de los países. Los que se declaran a sí mismos “buenos” y convierten a sus adversarios en “malos”, los que recorren el mundo contando un relato maniqueo y mentiroso. Ellos son muy peligrosos: devastan los países, los continentes, usando como pretexto valores aparentemente nobles como la justicia, la igualdad, pero sobre todo exacerbando el odio al que piensa distinto, convirtiéndolo en un objetivo a destruir. Usted representa la quintaesencia de aquello que se ha llamado el humanismo: el humanismo ha sido un intento de ponerle coto y límites a la barbarie que los seres humanos llevamos dentro, el humanismo no nos revela una verdad, sino que nos regala la duda; no nos promete el paraíso en la Tierra, sino apenas una coexistencia pacífica entre los que pensamos distinto. Usted dijo: “Buena almohada es la duda para las cabezas bien equilibradas”. Usted nos enseñó lo ignorantes y limitados que somos, y lo peligroso que son los que no se reconocen a sí mismos como ignorantes, y habría suscrito esta afirmación de otro pensador de que la “ignorancia es la carga más pesada, pero quien la lleva no la siente”.

Todos somos ignorantes: unos lo saben y aceptan con humildad, reconociendo sus límites; otros, en cambio, siendo ignorantes creen que no lo son: ellos son los más peligrosos. Muchas veces son ellos los que andan proclamando estupideces a los cuatro vientos, estupideces que, lamentablemente, a veces encuentran eco en las multitudes: ahí está el origen de muchos totalitarismos ideológicos o religiosos que en nombre de Dios o el hombre nuevo solo han traído destrucción en el mundo. Usted afirmó: “Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirla con énfasis”. Le escribo desde un continente, el mío, Sudamérica, donde la estupidez ha alcanzado niveles retóricos y líricos insuperables, donde a veces la ficción ha superado la realidad, donde líderes y caudillos de todo tipo han conquistado a millones con estupideces dichas con mucho énfasis e, incluso, éxtasis declarativo. Nos haría bien leerlo a usted, que desconfió de esos excesos, y cultivar el sano escepticismo (que no es lo mismo que el cinismo) y seguir haciéndonos esa pregunta que repitió hasta la muerte: “Que sais–je?” (“¿Qué sé yo?”), que se parece mucho a esa afirmación de otro humanista anterior a usted al que mataron haciéndolo beber cicuta solo porque había dicho algo inaceptable para los inquisidores y “dueños” de la verdad: “Solo sé que nada sé”.

Hoy asistimos a la posibilidad de una tercera guerra mundial por los delirios de un líder que con seguridad nunca lo leyó a usted. Y en cambio prefirió infestarse en pensadores nacionalistas y fascistas, e, incluso, comunistas. ¿No se parecen todos esos “ismos”, en el fondo? En mi país, también enfrentamos los peligros que conlleva la falta de dialogo, la incapacidad de aceptar a quien piensa distinto y, sobre todo, esa absurda arrogancia de creer que por el solo hecho de ser transitoriamente mayoría, un bando partisano puede ignorar a quien es minoría, como venganza por haber sufrido lo mismo antes: la eterna rueda del rencor y el odio mutuo en la que quedamos entrampados si no damos un salto de conciencia. Y eso pasa por aceptar que nada sabemos, que la verdad –si es que existe– solo se encuentra en el diálogo entre quienes piensan distinto y no conversando con el espejo, en el que nunca vamos a encontrar sino nuestras propias muecas y presunciones o vanidades.

“Nunca he visto tan gran monstruo o milagro como yo mismo”, dijo usted, don Michel de Montaigne. ¡Qué capacidad tan extraordinaria para mirarse desde afuera y saber la sombra y la luz que todos llevamos dentro! Usted fue capaz de reunirse con un rey protestante y otro católico en su propio país, usted reconcilió a Enrique III de Navarra con el mariscal Jacques de Goyon; usted entendió que valía la pena hacer ese esfuerzo –cruzar la vereda para ir a conversar con el adversario– por su aversión casi instintiva de la violencia, que es la que termina por imponerse cuando somos incapaces de mirar y escuchar con quienes discrepamos, con tolerancia y buena fe. La peste y la guerra que asolaron el siglo en que usted vivió –y que creíamos eran solo pesadillas del pasado– han vuelto a irrumpir entre nosotros, humanos de una modernidad global que hasta ahora se sentía tan segura de sí misma. A esa, nuestra modernidad, le ha faltado volver a la fuente de donde viene: el humanismo, el humanismo que usted ayudó a construir como antídoto de la barbarie, el fanatismo y la ignorancia disfrazada de verdad.

¿Qué ocurrirá en Europa, qué pasará en mi país? No sé. No sabemos nada. Todo es incertidumbre, todo está abierto. Solo sabemos que no sabemos y nos salvaremos si tenemos la humildad –que usted tuvo– de reconocer eso y aceptarlo, abandonando cualquier intento de imponer visiones unilaterales del mundo. Más Montaigne para Europa (su Europa hoy en peligro), también más Montaigne para mi largo y estrecho país (mi país hoy tan incierto). Que los que tienen el poder, que los que gobiernan, los que legislan, los que redactan constituciones, o sea nuestras “élites”, lean a Montaigne y que entiendan que ganar a veces es perder, y que hay victorias efímeras que pueden convertirse en victorias pírricas (usted las denominó “viles victorias”). Ceder, reconocer un poco de razón en el que piensa distinto a mí, esa sí es una verdadera victoria y requiere mucho más coraje que invadir un país o invisibilizar o silenciar a un adversario.

Un abrazo desde un jardín del fin del mundo.

Cristián Warnken.

Cristián Warnken es el anfitrión de Desde El Jardín, de Radio PAUTA, de lunes a viernes a partir de las 20:00 horas. Escúchelo por la 100.5 en Santiago, 99.1 en Antofagasta, y por la 96.7 en Valparaíso, Viña del Mar y Temuco, revívalo en Spotify, y véalo por el streaming en www.PAUTA.cl y por el canal PAUTA TV en YouTube.